Un interesante artículo del número 3-4/99 de la revista Opus Habana, me ha hecho pensar que quizá Ernest Hemingway no creó El viejo y el mar, su obra más cubana, a partir de un total ejercicio de su imaginación, sino que se inspiró en una historia absolutamente real.
Se cree que fue
Gregorio Fuentes, capitán del yate El Pilar, propiedad de Hemingway, quien
inspiró al escritor el personaje de Santiago, el viejo pescador octogenario de Cojímar (en el este habanero), en combate feroz durante días
contra unos tiburones que le devoran el enorme y único pez que ha logrado pescar en mucho tiempo.
No hay ninguna
declaración hecha por Hemingway que confirme lo anterior. Por el contrario,
siempre sostuvo que Santiago era un producto absoluto de su fantasía.
El número
mencionado de Opus Habana, Watson y el tiburón, de Juliet Barclay, gira en
torno a una pintura que en su tiempo
atrajo gran atención.
Se trata del óleo
Watson and the Shark, del pintor norteamericano John Singleton Copley, donde
quedó plasmada para siempre una historia trágica ocurrida en aguas de la bahía
de La Habana.
En 1749, España
mantenía un control férreo sobre el comercio de Cuba con el mundo, por lo que
una nave proveniente de Boston habría entrado en esas aguas bajo falsa bandera.
Como entonces Las Trece Colonias
eran aún territorio inglés, la presencia del barco resulta intrigante, pero ni
la oscuridad del hecho, que pudo ser obra de la imaginación del artista, ni la
carga del barco interesan para el tema que aquí se analiza.
A bordo venía un
marinero de solo 14 años de edad, Brook Watson, quien, al sentir el calor de
nuestro clima, se lanzó desnudo al mar con entusiasmo para darse un chapuzón.
No había oleaje, el tiempo era magnífico, y nada anunciaba una desgracia. Otros
tripulantes ya se disponían a imitarlo, cuando los detuvo en seco la aparición
de una aleta de tiburón, acercándose
por el plácido espejo líquido en el que Watson se deleitaba sin sospechar el
peligro.
Suspendido en las aguas verdes, el pálido cuerpo de Brook Watson flota
paralizado por el susto. Un tiburón se le acerca con sus fauces descomunalmente
abiertas. Otro se encuentra al acecho detrás del bote. Hay sangre en el agua.
Dos compañeros de travesía de Watson se mueven desesperadamente por la borda,
tratando de alcanzarlo, y el contramaestre ase al más joven para evitar que
comparta el mismo destino de su infortunado colega.
En 1778, la
tremenda pintura fue exhibida en la Real Academia de Artes de Londres, y no fue
solo su impecable factura, su magistral composición y paleta de color lo que
despertaron de inmediato una gran sensación entre los londinenses. Mucho más
tarde, Watson declaró que la obra de Copley coincidía exactamente con su
recuerdo de aquel día aciago que vivió en aguas de la bahía habanera.
El joven salvó la
vida, pero perdió una pierna hasta
más arriba de la rodilla. Fue operado con éxito en La Habana y regresó a
Boston. A pesar de que su grave mutilación lo obligó a caminar con muletas por
el resto de su existencia, Watson, un niño de pobre extracción social, se casó,
se enriqueció y llegó a desempeñar altos cargos públicos y políticos en el
Ejército de su Majestad británica.
Su vida posterior
al ataque del tiburón fue una cadena
ininterrumpida de éxitos, pero lo que nos interesa es solo un hecho que
muestra no solo su buena suerte o su resiliencia, sino su extraordinario coraje
y su deslumbrante perseverancia. Mas hay un hecho en especial que debe ser
contado.
En 1775, poco
después de su accidente en La Habana, Watson se encontraba en Nueva Escocia,
cuando notó que un rebaño de reses, perteneciente a su patrón, había cruzado el
río Missiguash y estaba pastando en territorio francés. Cuenta el artículo
citado que:
Inmutable ante el potencial peligro, su discapacidad o el hecho de que el
río se encontraba repleto de hielo, Watson lo cruzó a nado, acorraló a las
reses y las trajo de vuelta a través del agua helada hacia un lugar seguro.
Mucho se ha
especulado sobre la personalidad de Hemingway, y casi todo lo dicho es cierto,
pero la imagen de todo lo narrado por testigos más o menos cercanos al hombre
se aviene más con la de un sportman rudo y temerario que con la de un
intelectual culto. Y, sin embargo, Hemingway lo era, y mucho. Fue hijo de un
médico y de una mujer de clase media lectora empecinada que, además, pintaba,
era entendida en música y tocaba varios instrumentos.
Tanto Ernest como
sus hermanos fueron criados en ese ambiente, que puede haber sido todo menos
ajeno al arte. Se sabe por él mismo y por sus amigos y contemporáneos artistas
que, durante su estancia en París, no solo se rodeó de literatos y escritores, sino también de pintores y creadores de
todo tipo. En Hemingway, retrato del artista como intelectual, de Paul Johnson,
leemos que el escritor se codeó en París con lo más granado de la
intelectualidad mundial de su época. En todas las casas que tuvo, reunió
excelentes bibliotecas
A partir de 1921, Hemingway llevó una vida de corresponsal extranjero,
utilizando París como base. Cubrió la guerra en Oriente Medio y conferencias
internacionales, pero su principal foco de atención se centró en los literatos
expatriados de la margen izquierda. Escribía poesía. Intentaba escribir prosa.
Leía ferozmente. Una de las muchas costumbres que heredó de su madre era llevar
libros consigo, metidos en los bolsillos, para poder leer en cualquier momento
o lugar durante una pausa en la acción. Leía de todo y compró libros durante
toda su vida, de modo que cualquier vivienda de Hemingway tenía estanterías a
lo largo de las paredes. En su casa de Cuba, iba a construir una biblioteca de
trabajo de siete mil 400 volúmenes, caracterizada por estudios expertos sobre
todos los temas que le interesaban y por una amplia gama de textos literarios,
que leía y releía. Llegó a París, habiendo leído prácticamente todos los
clásicos ingleses […]: a Stendhal, Flaubert, Balzac, Maupassant y Zola; a los
grandes novelistas rusos, Tolstoi, Turguéniev y Dostoievski; y a los
norteamericanos, Henry James, Mark Twain y Stephen Crane. También leyó a los
modernos: Conrad, T. S. Eliot, Gertrude Stein, Ezra Pound, D. H. Lawrence, Maxwell
Anderson, James Joyce.
Gran conocedor de la cultura de su país, es
casi imposible que no supiera del cuadro de Copley, del que se habían hecho,
además, grabados, ilustraciones y otro tipo de representaciones, y no conociera
la anécdota de las reses, tan admirador como siempre fue de los hombres duros a
los cuales las barreras de la vida no podían detener.
La similitud que
encuentro entre el óleo de Copley y la novela El viejo y el mar, aparte
de que ambas obras se mueven en el ámbito de la pesca y el océano en toda su
crueldad, es puramente espiritual. Watson sobrevivió a su lucha con los
tiburones y más tarde, aún baldado, rescató a las reses, nadando en un río
helado. Santiago sobrevivió a tres largos días de lucha sin tregua contra los
tiburones, y aunque no pudo salvar su pez, regresó a su casucha con el enorme
espinazo a cuestas, no como un trofeo, sino como el gesto del hombre que sabe
que lo ha perdido todo, pero se niega a
sentirse miserable.
Este concepto del
espíritu invicto, dispuesto a resistir y continuar sin rendirse jamás, es
precisamente la filosofía que impregna todas las obras de Hemingway, e incluso
su propio estilo literario escueto, enemigo de lo superfluo, directo y sin
atenuantes.
Hasta su propiamuerte, disparándose en la boca con su propia arma en un ático oscuro y
solitario, es un acto de heroísmo: el del hombre que se niega a ser víctima del
deterioro que traen consigo la enfermedad y la decrepitud.
El héroe ha de llegar invicto al fin de su camino, cualesquiera sean el camino y su final.
Nunca roto, la frente alta y la mirada firme hasta el último instante. Solo así
concibió él la verdadera redención. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: tomada de internet)
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