La Habana en la literatura cubana

La Habana en la literatura cubana

No es infrecuente encontrar en artículos y ensayos de crítica de arte la mención a la ciudad de La Habana como personaje protagónico.

Quienes no estén familiarizados con la terminología teórica, en este caso literaria, pueden caer en la trampa de emprender la lectura de ciertas obras, esperando hallar en ellas el personaje de La Habana hablando, dialogando, moviéndose con una alta dosis de humanidad...

Pero la expresión no significa precisamente que vamos a encontrar a La Habana actuando dentro de las obras como un personaje principal y ni siquiera secundario.

Los escritores cubanos que han utilizado la ciudad no lo han hecho en ese sentido, sino que, o bien la han convertido en el marco de lo que narran, o han concebido sus historias de modo tal que no podrían existir si no fuera en esta capital declarada Ciudad Maravilla y Patrimonio de la Humanidad.

No puedo citar aquí a todos los autores que lo han hecho, porque la lista ´sería extensa, por lo que me limitaré a analizar brevemente los más emblemáticos.

Habría que empezar por el Viaje a La Habana, de la condesa de Merlin, el testimonio que mejor describe la ciudad colonial mucho antes que cualquier otra obra literaria nuestra.

La condesa, con una gracia y femineidad encantadoras, retrata para la posteridad una Habana aun totalmente española, y tal vez sea esta la única creación literaria que nos permita atisbar en la vida de la urbe con tanta anticipación en el tiempo.

Mi lista continúa con La Habana colonial de Cecilia Valdés, esa magnífica creación que inaugura nuestra novelística nacional.

Sus descripciones de La Habana decimonónica son exhaustivas, vivas, llenas de color; desfilan por sus páginas no solo paisajes y lugares, sino también individuos representativos de todas las clases sociales de la época, sus costumbres y hábitos y hasta sus olores, comidas, vestuarios…

Cecilia Valdés hubiera tenido por fuerza que ser una novela totalmente diferente, si hubiera retratado otras ciudades coloniales del continente, como, por Lima o Ciudad de México.

En la fila de las grandes descripciones literarias de La Habana del siglo XIX se inscribe la primera parte de El siglo de las luces, esa obra polifónica que consagró a Alejo Carpentier como abanderado e insignia de la literatura cubana.

Ningún otro de los lugares que recorrerá el lector de esta novela que deja sin aliento, alcanza la palpitante respiración de esa ciudad colonial sembrada de bocoyes de azúcar, olores salitrosos de puerto de mar, pasiones y secretos.

Lo mismo sucede con La Habana descrita por Carpentier en su novela El acoso, obra que siempre me ha llamado mucho la atención dentro de su narrativa, no solo porque el autor concibiera su estructura como una sinfonía, proeza que ningún otro escritor cubano ha acometido ni antes ni después de él, sino, además, porque no he encontrado descripción mejor de la ciudad en la década del 30, sobre todo de su presencia arquitectónica única.

Esa novela fue publicada en 1956, pero conservó intacto el ambiente que reinaba entonces en la capital, un pulso de tensión permanente, de persecuciones y peligro desatado por las luchas sociales contra el dictador de turno, el presidente Gerardo Machado, célebre por su falta de escrúpulos y su crueldad.

Las páginas que narran la puesta en escena de una obra del teatro clásico griego en el anfiteatro de la Plaza Cadenas, de la Universidad de La Habana, resultan inolvidables, y siempre que las releo me parecen tomadas de un óleo majestuoso con resonancias apocalípticas.

Lo mismo puede decirse de Las Honradas y Las impuras, de Miguel de Carrión, aunque ambas novelas se centran en sectores muy puntuales de la ciudad y sus habitantes, como es el caso de los bajos fondos habaneros en Las impuras, cuyas descripciones están, en mi opinión, mejor logradas que las de la alta sociedad en que se desarrolla Las Honradas.

Por supuesto, Paradiso, una de las más grandes, ambiciosas y corales novelas de la literatura cubana, escrita por José Lezama Lima, sería inconcebible en otro ámbito geográfico que no fuera La Habana. En esta cuasi epifanía habanera, que se desarrolla principalmente en la primera mitad del siglo XX, pero abarca desde finales del XIX, a través de la vida de su protagonista, José Cemí, Lezama Lima explora un mundo lleno de simbolismo, historia y cultura, y refleja fielmente tanto la vida familiar como el entorno social y político de la época.

Una de las escenas donde mejor se refleja lo dicho es la ya inmortal del almuerzo lezamiano, donde el autor coloca sobre la mesa de sus personajes platos y bebidas típicos de la cocina cubana, pero Paradiso es rica en momentos, ambientes y modos de vida habaneros, para decirlo de algún modo, insuperables en su habanidad.

Aunque Dulce María Loynaz no menciona explícitamente a La Habana en su única novela, Jardín, algunos críticos han sugerido que fue dejando en las páginas de esta rarísima obra pistas suficientes que permitirían ubicar su temporalidad en La Habana de fines del XIX y principios del XX, una teoría que no comparto.

Sin embargo, en su libro testimonial Fe de vida, que ella quiso fuera semblanza y homenaje dedicados a su segundo esposo, el célebre cronista social Pablo Álvarez de Cañas, la época republicana, con sus dinámicas y clases sociales, quedó plasmada para la posteridad en una instantánea delicada y llena de intensidad, en especial en el capítulo donde describe la ciudad y que comienza más o menos así:

“Quien no conoció La Habana no puede imaginarla. Era un pequeño París, una pequeña Viena…”

Su pertenencia a la aristocracia habanera le permitió a la Loynaz representar como nadie las interioridades de aquel cerrado estrato social, para lo cual la escritora, conocida por su extrema reserva en cuanto a su vida personal, no titubeó en develar momentos íntimos de su propia existencia, inmortalizando para siempre La Habana en los que fueron, quizá, sus tiempos de máximo glamour.

Muchos otros escritores en las últimas décadas han intentado hacer de La Habana el telón de fondo de sus novelas y cuentos, con mayor o menor éxito de propósito, pero, como dije antes, la lista es demasiado larga, en especial a partir del grupo de Los Novísimos y en adelante, y no me es posible mencionar títulos y autores en este trabajo, aunque no querría terminar sin mencionar La Habana distópica, de Alberto Garrandés, en su novela Las potestades incorpóreas, que mereciera un premio Alejo Carpentier de narrativa, y donde su autor se entrega más a captar la atmósfera espiritual de una Habana futurista, asfixiante y oscura, que su existencia material.

Y es que La Habana, como bien dijo el crítico Jorge Fornet, posee por derecho propio y desde su mismo nombre un capital social y de imagen que, aunque parezca afirmación chovinista, no se encuentra en otras capitales del Nuevo Mundo. No pretendo que mi juicio sea aceptado por todos, pero, al menos, yo lo siento así. (Gina Picart Baluja. Foto: Cubadebate/Facebook)

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FNY

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