La Quinta de los Molinos ha sido siempre un semillero de historia, muy vinculado al desarrollo de La Habana. Puede que sea uno de los sitios capitalinos que más riqueza encierra.
Lo que comentaré se remonta a casi dos siglos
atrás en los terrenos donde se erige ese recinto, hoy uno de los sitios más
apacibles de la capital.
La isla de Cuba, “llave del Golfo y antemural
de Las Indias”, punto de confluencia de las flotas que se movían entre los
llamados “viejo y nuevo mundos”, no podía escapar de las plagas que en
todo tiempo han asolado a la humanidad. Así, aunque no fue la primera epidemia
que padecimos los cubanos, puede afirmarse, que el cólera morbo que se
desató en 1833 fue uno de los azotes más espantosos sufrido por los
habaneros.
El estado sanitario de la isla fue siempre
deplorable durante la colonia, en particular en La Habana, como suele suceder
en ciudades que son también puertos de mar.
Se cree que aquella epidemia comenzó en la
Quinta de los Molinos, por un esclavo robusto que falleció en horas, pese a
los cuidados del prestigioso doctor Ramón de la Sagra.
Casi al mismo tiempo, cuatro esclavas
enfermaron en la residencia habanera de Francisco (Pancho) Marty, una de las figuras
más importantes y acaudaladas de la sociedad capitalina de entonces.
De la Sagra infirió que la plaga había
empezado por los negros, pero José Antonio Saco demostró que fue el comerciante
catalán José Soler, propietario de una bodega situada en la esquina de
Cárcel y Morro, en La Habana de intramuros, quien, recién llegado de Estados
Unidos, burló las regulaciones de cuarentena impuestas por la ley a quienes
ingresaban al país, al que entró alrededor del 20 de febrero de ese año, y no
tardó en convertirse en el primer residente que presentaba los síntomas
mortales.
En cuanto a las esclavas, no queda claro si
pertenecían a este primer afectado, pero es conocida la costumbre entre los
dueños de esclavos de alquilar aquellos miembros de su dotación que fueran
diestros en oficios, así como también en música y otras artes, pero… entre los
oficios de alquiler estaba la prostitución, y muchas de aquellas
desdichadas mujeres se veían obligadas a practicar tan deplorable y humillante
ejercicio con marineros de las flotas en puerto, por lo que esa pudo haber sido
una de las fuentes de entrada del mal a La Habana.
De inmediato fue llamado a atender a Soler el
doctor José Manuel de Piedra, quien no tardó en identificar los
síntomas del cólera morbo asiático. No queriendo aventurarse en un diagnóstico
definitivo basado únicamente en su opinión personal, llamó a consulta al doctor
Domingo Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, quien, tras examinar al
paciente, confirmó el dictamen de su colega.
Los habaneros reaccionaron con infantilismo:
no lo creyeron. Al parecer el cólera era desconocido en Cuba en aquel tiempo, y
culparon de incompetencia al doctor Piedra, llegando hasta a apedrearlo en
plena calle. Como la histeria colectiva se desató en torno a su persona y se
llegó a hablar hasta de linchamiento, las autoridades tuvieron que ponerle una
guardia montada en la entrada de su vivienda para impedir que el vulgo,
asustado y confundido, actuara en su contra. En pocas horas, el
contagio se extendió por toda la ciudad.
El capitán general, Mariano de Ricafort, quien
durante su estancia en Filipinas conoció la enfermedad, convenció al
Protomedicato de que Piedra estaba en lo cierto. Pero esto tampoco
aplacó a los espantados vecinos, quienes acusaron entonces al médico de incapaz
por no poder salvar a ningún enfermo. Cuando se conocieron las características
del mal, la población se arrepintió y ofreció su reconocimiento al galeno.
La enfermedad se extendió velozmente por
todas las clases sociales y todos los recovecos de la urbe, desde los
barracones de las haciendas hasta los palacios más encumbrados. Al mes de estar
prestando asistencia médica a los infectados, el doctor Piedra sintió los
primeros síntomas mientras examinaba en El Morro a un grupo de soldados
contagiados. Escapó de la muerte gracias a los cuidados de don Tomás Romay, y
10 días después, apenas restablecido, volvió a prestar sus servicios a sus
desgraciados conciudadanos.
La Habana se paralizó. Cerraron los comercios, y los vendedores
ambulantes desaparecieron de las calles. El antiguo bullir de la vida en medio
de algazara de pregones, fachadas coloridas, quitrines con damas bellas y gente
que abarrotaban los principales centros de reunión…, todo se apagó.
Los habaneros, tan sociables y amantes de
fiestas, bailes y todo tipo de diversiones, dejaron de hacer visitas y se
recluyeron en sus casas. La zafra se detuvo. La vida de la urbe colapsó,
y se vio pasar -por sus antaño alegres calles- cortejos fúnebres, carretones
cargados de cadáveres mal cubiertos y guiados por esclavos asustados, traídos a
la fuerza de fincas situadas en las afueras, puesto que los enterradores (siete
murieron durante la epidemia) se negaban a encargarse de lo que usualmente
había sido su trabajo.
La gente, en su urgencia por escapar, huía dejando todo y a todos atrás,
pero muchos no alcanzaban a llegar a ninguna parte y, atacados de repente por
el mal, morían a la orilla de los caminos, sin auxilio.
El alcalde de la ciudad sacó a su familia de
La Habana y la mandó a una hacienda para salvarla de la plaga, pero él se quedó
en su puesto ayudando y prestando su colaboración.
Con igual entereza se comportaron los médicos
y las monjas enfermeras, y los sacerdotes que acudían a los lechos infectos
para llevar a los agonizantes el consuelo de la extremaunción.
A finales de marzo, poco más de un mes
después de la muerte del catalán José Soler, la epidemia alcanzó un pico tan
arrasador que ese día murieron en la ciudad 435 enfermos. Aunque algunas
fuentes ofrecen cifras que oscilan de 30 mil a 12 mil fallecidos,
la cifra total de víctimas cobradas por aquella primera epidemia de cólera en
Cuba jamás podrá ser conocida, porque los cadáveres se enterraban con
premura, nadie contabilizaba a los indigentes, y mucha gente murió lejos de
su hogar, intentando llegar a zonas del campo que, engañosamente, consideraban
a salvo de la plaga, y sus huesos se secaron al sol sin que jamás se volviera a
tener noticias suyas.
En la temible confusión que se apoderó de la
ciudad, muchas personas fueron inhumadas como víctimas del cólera, cuando en
realidad eran borrachos callejeros o enfermos de otra cosa, y así quedó
recogido por los cronistas e historiadores. Hay noticias de que muchos enfermos
fueron enterrados aún vivos.
Según las estadísticas del doctor Ramón de la
Sagra, murieron de cólera en La Habana ocho mil 253 personas, el
ocho por ciento de la entonces población de la capital. El mayor número de
víctimas tuvo lugar entre los negros de nación libres, y el menor, entre las
hembras de raza blanca.
Pero… ¿dónde fueron enterrados tantos
cadáveres?
LA QUINTA DE LOS MOLINOS
Ante el veloz avance del mal, las autoridades
dieron orden de sepultar los muertos provenientes de fincas cercanas a iglesias
en el piso de aquellos templos, cavando fosas profundas que, una vez colocado
el cuerpo en su interior, debían ser recubiertas con cal viva.
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Foto: Patrimonio Cultural La Habana. |
El cementerio de Espada, creado en 1806, muy
pronto no dio abasto para acoger a las víctimas del morbo, que aumentaban en
alarmante proyección. A partir del 27 de marzo, se comenzó también a enterrar
en la Quinta de los Molinos, “en un gran paño de tierra cedido por la
Institución Agrónoma para este fin.
En su libro Historia de la Quinta de los
Molinos, el investigador Luis Abreu afirma que, desde el mencionado día hasta
el 11 de abril, fueron inhumados allí mil 451 cadáveres, correspondientes a 483
individuos blancos y 968 “de color”. La cifra más elevada de sepultados en un
solo día alcanzó los 206 cuerpos. Algunos de los altos militares
que dirigieron las obras de enterramiento sucumbieron pocas horas después,
víctimas del mal.
Este cementerio improvisado desató una
polémica entre las autoridades españolas, que ordenaron distribuir entre los
cadáveres ciertas papeletas que les darían o no el derecho a yacer en la Quinta
de los Molinos. Se alegaba que la inhumación de cadáveres contaminados por el
cólera implicaba un riesgo demasiado grande para la población de las cercanías
de la Quinta. Miembros del Protomedicato y la Junta General de Socorros se
trasladaron al lugar y, tras examinarlo, lo declararon inadecuado para hacer la
función de camposanto.
Como era de esperarse, la picardía criolla no
perdonó esta magnífica oportunidad para lucrar, y personas inescrupulosas
comenzaron a cobrar hasta cuatro pesos a los familiares de los fallecidos para
concederles las papeletas que aseguraban a su ser querido yacer bajo los
árboles del magnífico retiro campestre.
¿Y dónde estuvo o está emplazado aquel
cementerio emergente en la Quinta de los Molinos? Pues en un espacio limitado
por el Paseo de Carlos III y la vereda que conduce a la proyectada ermita de
Monserrate, y al paraje conocido por La Requena. Sin embargo, la
ubicación exacta de camposanto no se conoce, aunque se sabe que estaba en
terreno bajo irrigado por numerosas corrientes de agua subterránea. Nunca se
dio orden de desenterrar los cadáveres y trasladarlos a otro sitio, dado el
riesgo que ello implicaba. Aun así, algunos esqueletos han salido a la luz en
sorprendente estado de conservación cuando se ha excavado en la zona con el fin
de realizar nuevas obras.
Muy cerca se encontraba el campamento de Las
Ánimas para infecciosos, en los alrededores de lo que hoy es el Hospital Pediátrico de Centro Habana.
En la actualidad, ya los habaneros ignoran
por completo que, bajo ese conglomerado de edificios modernos, existió una
enorme fosa destinada a recibir los cuerpos aniquilados por el morbo, y que los
niños que hoy día aguardan curación médica en sus camas en los salones de esa
instalación, duermen sobre más de mil 500 cadáveres de habaneros fallecidos en
el siglo XIX por la epidemia más violenta que haya padecido Cuba en toda su
historia.
Pero ¿quién piensa en todo esto mientras
recorre hoy el maravilloso lugar que es La Quinta de los Molinos,
con sus magníficas áreas verdes, sus edificaciones de estilos diversos, su
bellísimo estanque de los lotos con el pequeño puente, y la deslumbrante casa
quinta que está en su centro y los habaneros se empeñan en seguir llamando “la
casa de Máximo Gómez”?
Yo, que conozco la cara oscura de La
Quinta, nunca vacilé en llevar a mi pequeña hija a corretear en sus
senderos bordeados por la sombra dulce de árboles preciosos ni renuncié a
convertirla en uno de mis escenarios de una historia de amor.
Allí volví hace un tiempo, y La Quinta,
con todos sus encantos, se apodera de mí una vez más, sin que logre apartarla
de mis pensamientos. Pasado a veces deslumbrante, a veces tenebroso, pero
siempre, siempre un templo natural grandioso en su infinita
belleza. (Gina Picart Baluja. Foto portada: Tribuna de La Habana/archivo)
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