La Habana colonial no fue un simple trasplante del urbanismo español, sino un experimento único donde la cuadrícula imperial se adaptó al terreno y al espíritu caribeño.
A diferencia de otras ciudades hispanoamericanas que impusieron rigurosamente las Ordenanzas de Felipe II (1573), La Habana desarrolló una estructura tridimensional que armonizaba con su topografía costera, creando una urbe de "encanto muy especial", donde lo construido dialogaba con la naturaleza.
Esta ciudad, surgida como baluarte defensivo del imperio español, tejía en su ADN urbano una dualidad irreductible: la sensualidad criolla y la violencia de su destino militar, expresada en plazas íntimas y murallas imponentes.
El urbanismo habanero colonial orbitaba en torno a tres espacios jerarquizados; cada uno con funciones sociales y simbólicas definidas:
La Plaza de Armas, ubicada entre el Palacio de los Capitanes Generales y Palacio del Segundo Cabo, máximas autoridades españolas en la isla, representaba el poder terrenal.
El Palacio de los Capitanes Generales reflejaba en su diseño la autoridad mediante molduras de "barroco suave" y juegos espaciales. Una sucesión de arcos creaba "sensación de infinito", recurso barroco que los constructores cubanos adaptaron con rasgos "juguetones" y "cubanísimos"
Su carácter militar se matizaba con la integración paisajística: en una esquina, se abría hacia el Castillo de la Real Fuerza, vinculando visualmente la plaza con la fortaleza San Carlos de La Cabaña, al otro lado de la bahía. Este pasaje de lo íntimo a lo ilimitado simbolizaba la dicotomía violencia-sensualidad de la identidad habanera.
La Plaza de la Catedral representaba el núcleo del poder divino. Centro del Barroco criollo, su fachada principal despliega pilastras en perspectiva fugada hacia el centro, mientras vitrales de colores —"similares a flores"— bañaban de luz sensual el espacio.
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Plaza de la Catedral de La Habana. Foto: Ecured. |
Originalmente llamada Plaza de la Ciénaga, por su terreno pantanoso, su transformación en atrio catedralicio ilustra el proceso de sacralización del espacio.
Las mansiones de nobles, como los Marqueses de Aguas Claras y Arcos, bordeaban la plaza; sus balcones de hierro forjado y patios interiores testificaban el poder económico criollo.
La Plaza Vieja, digamos que era el tercer lugar simbólico de la villa, pues representaba el poder económico.
Espacio del comercio popular, combinaba soportales de doble altura con viviendas de colores vivos. Aunque más modesta, conservaba la estructura de "patio interior" y albergaba el bullicio de los mercados, donde confluían todas las capas sociales.
"Las calles que llegan a las esquinas de las plazas [...] no desembocan directamente en ellas sino en los soportales [...] Esto les da una sensación de espacio cerrado, de lugar íntimo". Este diseño convertía cada plaza en un salón urbano donde lo público se vivía con calidez doméstica.
Los soportales habaneros fueron mucho más que arcadas funcionales; constituyeron el sistema circulatorio de la vida colonial.
Surgidos como apropiación progresiva del espacio público, estos pórticos de dos pisos protegían del sol y la lluvia, mientras concentraban el comercio (pulperías, talleres) y el ocio ("dar la vuelta al soportal").
Su estructura generaba "un clima familiar entre los que allí se encontraban". En la Plaza Vieja, por ejemplo, los soportales unificaban visualmente las fachadas heterogéneas, creando ritmo y armonía.
Mientras los soportales fomentaban la socialización, las viviendas adyacentes mantenían un hermetismo andaluz.
Portones claveteados, ventanas con mamparas y rejas de madera torneada aseguraban la privacidad familiar, reflejando lo que Alejo Carpentier llamó la contradicción entre la "calle fisgona" y la "casa cerrada sobre sus penumbras".
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Foto: tomada de La Jiribilla. |
El Barroco habanero no fue copia del europeo, sino una reelaboración con materiales locales y sensibilidad mestiza:
La piedra caliza conchífera —porosa y llena de fósiles— dominó las fachadas. Su difícil talla impuso un barroco de ornamentación sobria, pero expresiva, donde el movimiento se lograba mediante quiebres de cornisas, columnas en esviaje (giradas en 45 grados) y frontones partidos.
Originalmente, muchos edificios estaban enlucidos y pintados, pero restauraciones del siglo XX dejaron la piedra vista, alterando su suavidad original.
Podríamos hablar de los espacios ilusorios en la arquitectura colonial, comenzando por la Catedral de La Habana.
Su fachada es "música petrificada", como la calificó Carpentier.
Columnas tritóstilas, cornisas "ondulantes como olas" y nichos vacíos crean un juego de claroscuros. El arquitecto Daniel Taboada destacó su cornisa "que se encrespa con ligereza de ola marina".
Le siguen las del convento San Francisco de Asís, con su torre desafiantemente apoyada en la fachada; la iglesia Nuestra Señora de la Merced, única que conserva el enlucido blanco original, y Santo Cristo del Buen Viaje.
Todas usaban trompe-l'oeil —como en la Casa de la Obra Pía— para simular profundidad en muros planos. Este recurso fue empleado en fecha más reciente, en la remodelación de la iglesia de Paula, pues el fondo del escenario donde se ofrecen los conciertos no es otra cosa que un trampantojo destinado a conseguir la antigua `profundidad del diseño arquitectónico original.
Aunque sujeto a dirección eclesiástica, el arte indígena y africano filtraron motivos a través de artesanos que incorporaron flores tropicales, vitrales radiales que evocaban el sol, y molduras con ritmos que evocaban estructuras musicales nativas, fusionando el barroco andaluz con la sensualidad criolla.
En la Plaza de la Catedral, se sintetizan todos los elementos del urbanismo colonial habanero.
La arquitectura colonial aristocrática está representada por las casas de los Marqueses de Aguas Claras (hoy restaurante El Patio) y de Arcos, que muestran patios con arcadas lobuladas, pozos de brocal decorado y escaleras monumentales, además de zaguanes con zócalos de azulejos y arcos conopiales que evidencian la herencia mudéjar.
La plaza servía como atrio religioso, espacio de fiestas coloniales y mercado informal, demostrando el carácter polifuncional característico de los espacios barrocos.
La fachada catedralicia, diseñada para ser admirada frontalmente desde la plaza, usa pilastras en fuga y frontones quebrados para crear dinamismo, aprovechando el "atuendo espacial" delimitado por los soportales perimetrales.
Las restauraciones llevadas a cabo por equipos especializados de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana han dado lugar a polémicas que, en no pocos casos, han sido lideradas por arquitectos de renombre.
Un ejemplo es el retiro en el siglo XX del enlucido original. La intención era exponer la piedra de construcción en su desnudez original, pero la opinión especializada fue que el resultado endureció la estética barroca, desvirtuando su carácter "dulcificado".
El arquitecto Ricardo Porro advirtió que ignorar el pasado genera "mediocridad de la copia". La Habana, afirmó, oscila entre replicar modelos o buscar un "urbanismo de comunicación" al estilo veneciano, con plazas escalonadas, según funciones comunitarias.
Los patios interiores, soportales y persianas no fueron meros caprichos estéticos, sino respuestas al trópico.
Hoy, mientras el cemento amenaza, estos elementos ofrecen lecciones de lo que en la actualidad se conoce como el concepto de bioclimatismo ancestral.
"Todo hombre debe manifestar lo que es, con su presente y con el mundo que lo formó. Si no entiende de dónde viene, sólo logrará engañarse a sí mismo".
Esta advertencia del arquitecto Porro resume el desafío: preservar sin momificar, innovar sin romper el diálogo con la piedra colonial.
Algo parecido ocurrió con la restauración del convento de Santo Domingo, hoy sede de la Universidad de San Gerónimo, pues de la arquitectura original solo se conservaron algunos elementos de la fachada. Sin embargo, la edificación se encontraba tan deteriorada que la reconstrucción fiel no procedía.
La Habana colonial no fue una ciudad estática, sino una partitura donde plazas, soportales y fachadas barrocas componían una sinfonía urbana.
Cada elemento —desde el susurro de los patios interiores hasta la grandilocuencia de La Cabaña— narraba un mestizaje entre disciplina imperial y creatividad criolla.
Hoy, al recorrer sus adoquines, el viajero no pisa ruinas, sino las páginas de un manifiesto de identidad: una lección de cómo el Barroco, trasplantado al Caribe, aprendió a moverse a ritmo de contradanza.
(Gina Picart Baluja. Foto de portada: tomada del portal Cubarte)
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