Tempranamente, La Habana tuvo relojes. Así lo dicen las torres, que desde el siglo XVII repicaban para marcar el pulso de una ciudad que aún no conocía ni la electricidad ni el reloj de bolsillo.
Allí, donde la piedra coralina se elevaba en forma de espada
hacia el cielo, comenzó a afinarse la noción del tiempo colectivo.
El primer gran vigilante del tiempo habanero fue el campanario
del Convento de San Francisco de Asís,
concluido en 1738.
Su campana no solo marcaba las horas: regulaba el inicio de
las actividades del puerto, el cierre del comercio, los momentos de oración.
Aquella torre, con más de 40 metros de altura, era visible
desde lejos por los barcos que llegaban. Decía a los navegantes: “Aquí hay una ciudad que respira, que
obedece al ritmo del bronce”.
Después vendría el reloj de la Catedral de La Habana, un milagro de precisión para su época.
Reemplazó al anterior, instalado en 1757 en el Palacio de los Capitanes
Generales, que fue traído desde Londres y funcionaba a base de pesos de plomo.
En la Catedral de La Habana, la colocación del reloj sobre
la fachada poniente no fue casual: las campanadas se convertían en eco de fe,
pero también en aviso del poder
eclesiástico sobre la vida cotidiana.
Los tocadores de campana eran personajes clave. Dormían
cerca de sus instrumentos de bronce, subían por escaleras estrechas, empapadas
de humedad, y tocaban con precisión las señales acordadas: las del ángelus, las de fuego, las de funeral o algarabía.
En algunos conventos, como el de Santa Clara, se utilizaban
distintos tonos para señalar el paso del día a las monjas: todo un lenguaje
sonoro al servicio del orden espiritual.
Con la llegada del siglo XIX y los avances tecnológicos,
comenzaron a instalarse relojes más complejos en edificios civiles.
Uno de los más memorables fue el del Cuartel de Artillería en La Punta, cuya maquinaria fue construida
en París.
A finales del XIX, el reloj público dejó de ser únicamente
mecanismo de orden: se volvió símbolo de prestigio. Tener un reloj en la
fachada era signo de modernidad.
Sin embargo, el verdadero cambio llegó con la democratización del tiempo.
Cuando se popularizaron los relojes de pulsera, el sonido de
las torres empezó a parecer antiguo, casi nostálgico. Las campanas ya no
imponían el ritmo: lo sugerían. Y aun así, su presencia siguió marcando un
“tiempo lento”, ese que no se mide en segundos, sino en silencios entre
campanadas.
Hoy, caminar por La Habana Vieja es cruzar un mapa de relojes invisibles. Aunque muchos
mecanismos ya no funcionan, las torres
aún se yerguen como vestigios de otra cronología. Algunas campanas repican,
restauradas. Otras, mudas, insinúan lo que fueron. Pero basta alzar la vista
para encontrar la medida de un tiempo distinto: aquel que se contaba en bronce,
fe y memoria compartida.
Porque La Habana, antes de ser ciudad, fue campanario. (Gina
Picart Baluja. Foto: tomada de internet)
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