Boyería en La Habana colonial

HABANA COLONIAL

En mi infancia, Las Católicas Cubanas de El Cerro, clínica mutualista a la que pertenecía mi familia española, tenía un magnífico cuerpo de enfermeras, en su mayoría monjas, quienes residían en un ala apartada del edificio. 

Su cocina exhalaba unos olores mágicos que alucinaban mi nariz infantil y despertaban mi infinita ansia glotona.

Moviéndome entre ellas, que me toleraban porque yo juraba que al crecer también sería monja, escuché cómo los manjares deliciosos que cocinaban para consumo del hospital provenían de unas misteriosas libretas llamadas “de monja” heredadas de la colonia. 

Ellas las guardaban con gran celo y nunca me permitieron verlas. Excusa: estaban muy deterioradas. Probar, sí. Leer, no.

¿Qué he logrado saber con el paso de los años, explorando aquí y allá, prestando oído…. Pues no mucho. Que no solo era repostería, cocinaban de todo: caldos, purés, potajes, ensaladas…Esto es lo que sé.

En la Habana colonial, entre los muros silenciosos de los conventos, se guardaban tesoros que no eran de oro ni de plata, sino de harina, azúcar y paciencia. Las llamadas libretas de monjas eran cuadernos manuscritos donde las religiosas cocineras anotaban con letra apretada las recetas que daban fama a sus hornos y a sus mesas.

 Aunque hoy casi nadie las ha visto, su sombra perfuma todavía la memoria de la ciudad. En esas páginas se mezclaban fórmulas de bizcochos, secretos de almíbares, proporciones de yemas y claras, consejos para lograr la textura exacta de un panecillo o la ligereza de un merengue. Eran libros de alquimia doméstica, donde la austeridad del claustro se transformaba en dulzura para el mundo exterior.

Sin olvidar que muchas de estas religiosas eran españolas, también había criollas en gran número, e hicieron sus aportes indiscutibles.

La boyería habanera, como se le llamaba entonces, alcanzó renombre por su delicadeza y variedad. Los vecinos acudían a los locutorios de los conventos para encargar bandejas de dulces en fiestas, bautizos y bodas. 

Se decía que ningún horno particular podía igualar la mano de las monjas, que sabían conjugar el silencio de la oración con el ritmo del batido y el calor del horno. Aquellas libretas eran más que recetarios: eran diarios de comunidad, testigos de un tiempo en que la cocina era también un acto de fe.

En ellas se anotaban recetas de yemas quemadas, de buñuelos de viento, de rosquillas de anís, de confituras de guayaba y de natillas espesas. Cada convento tenía su especialidad, y las familias habaneras competían por conseguir la mejor bandeja en las fiestas patronales. 

La Habana colonial olía entonces a incienso y a azúcar, a cera y a canela, a rezos y a manteca. La repostería conventual se convirtió en un puente entre el claustro y la ciudad, entre lo sagrado y lo profano.

Los conventos y monasterios tenían sus propias huertas, donde se sembraban y cosechaban frutas, hierbas y bayas destinadas a los calderos santificados, y cuya venta ayudaba a la sostenibilidad de las santas casas. La vida conventual nunca fue de molicie ni de solo rezo y oración, sino también de mucho trabajo doméstico, de caridad y enfermería realizado dentro y fuera de sus muros.

Aquí ofrezco una curiosa receta salida directamente de la huerta:

PUDÍN DE COL

INGREDIENTES:

– 1 kilo de col,

– 1/2 kilo de cebollas,

– 4 huevos,

– aceite,

– sal.

Se limpia la col retirándole las hojas externas más duras. Se lava bien y se pica fina antes de cocerla en una cacerola con agua hirviendo y sal. 

En una sartén con un chorro de aceite se fríen las cebollas picadas muy finas. Se sazonan con sal y se pasan a un recipiente grande.

Una vez cocida la col, se escurre y se mezcla con las cebollas fritas, los huevos batidos y sal al gusto. Se vierte la mezcla en un molde previamente untado de aceite con un disco de papel en el fondo también engrasado.

Se cuece al baño María primero sobre el fuego y, cuando el agua rompa a hervir, se mete en el horno a fuego moderado durante 40 minutos. 

Pasado este tiempo, se comprueba que está hecho pinchando con una aguja en el centro, y hasta el fondo. Si ésta sale limpia, significará que el pudín esta cocido.

Alcanzado su punto, se deja reposar unos minutos y se vuelca sobre una fuente de servir grande. Se sirve solo o acompañado con una salsa de tomate, bechamel, etc.

Hoy apenas quedan rastros de esas libretas, dispersas en archivos o perdidas en herencias familiares. Pero su recuerdo sobrevive en la tradición oral y en la nostalgia de los cronistas. 

La boyería habanera fue descrita como asombrosa, capaz de rivalizar con la de Sevilla o México (¡y la de México se las trae, que la he probado yo!). 

En sus vitrinas improvisadas se ofrecían bizcochos esponjosos, panes de gloria, cocadas y turrones. Los dulces conventuales eran un lujo y a la vez una necesidad: endulzaban la vida en una ciudad marcada por tensiones coloniales, epidemias y desigualdades.

Comer un pastelillo de monjas era, para muchos, un instante de consuelo.

Esas libretas abrían una ventana a la intimidad de la Habana colonial. No eran simples cuadernos: eran relicarios de sabor, custodios de un arte que mezclaba devoción y oficio, con sus páginas cubiertas por la letra inclinada de una hermana que, entre maitines y vísperas, anotaba: “Doce yemas, azúcar en punto de hebra, ralladura de limón, cocer a fuego manso”. 

Al leerlo, casi podemos probar la yema quemada que luego se servía en una vajilla de loza, mientras la ciudad bullía más allá de las rejas conventuales.

La república heredó parte de esa tradición, pero la modernidad fue borrando los rastros. Sin embargo, en cada pastelito de guayaba, en cada flan casero, late todavía la memoria de aquellas libretas invisibles. 

La Habana, ciudad de mares y plazas, fue también ciudad de dulces, y en su historia los conventos dejaron una huella aún no borrada.

Recordar las libretas de monjas es rescatar un capítulo secreto de nuestra cultura: el de una cocina que fue oración y legado, misterio y herencia. 

Y aunque no tengamos hoy en las manos esos cuadernos, basta con cerrar los ojos y dejar que el paladar imagine. Porque la historia también se escribe con azúcar, con harina y con fuego lento, y en esa escritura las monjas de la Habana colonial fueron maestras insignes.

https://rciudadhabanaoficial.blogspot.com/2025/11/regalos-por-aniversario-506-para-la.html

Por Digna Rosa

SST - JCDT

Foto tomada de Internet 

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