Hace poco vi una foto donde, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, don Fernando Ortíz, el gran polímata cubano y defensor ardoroso de la presencia de África en la cultura nacional, aparece en medio de un grupo de músicos negros, mestizos y blancos, teniendo a su lado a la famosa cantante Merceditas Valdez.
Yo conocía la existencia de ese vínculo entre dos habaneros de tan diferente cuna, pero quise conocer más sobre la relación misma.
La Habana republicana fue un hervidero de voces, músicas y debates culturales. Entre ellas, la de Merceditas Valdés (barrio de Cayo Hueso, 1922–1996) se convirtió en símbolo de la dignidad afrocubana.
Su canto no era solo música: era testimonio de una tradición que había sido marginada y que ella llevó a los escenarios con fuerza ritual.
Valdés, conocida como “La pequeña Aché”, fue la primera cantante en grabar cantos yoruba en Cuba. Su voz, aguda y vibrante, transmitía la energía de los orishas y la memoria de los cabildos.
En una Habana marcada por tensiones raciales y por la modernización republicana, ella se convirtió en puente entre lo popular y lo académico.
Ese puente se consolidó gracias a su relación con el antropólogo Fernando Ortiz, el gran estudioso de la cultura afrocubana. Ortiz, que había dedicado décadas a investigar las raíces africanas en Cuba, encontró en Merceditas la encarnación viva de sus teorías sobre la “transculturación”.
Ella no era solo intérprete: era portadora de un legado que Ortiz había descrito en sus libros, pero que necesitaba ser escuchado y sentido.
La colaboración entre ambos fue decisiva. Ortiz la invitó a participar en conferencias y grabaciones, y la convirtió en ejemplo de cómo la música podía ser documento etnográfico. Merceditas, por su parte, le dio cuerpo y emoción a las palabras del sabio. Su voz era archivo y altar.
En los años 40 y 50, cuando La Habana se debatía entre el glamour de los cabarets y la pobreza de los solares, Merceditas cantaba en ambos mundos. Su repertorio incluía cantos rituales, pero también boleros y guarachas. Esa versatilidad la hizo popular, pero nunca abandonó su misión: dignificar la raíz africana.
Ortiz la veía como prueba de que la cultura cubana era inseparable de África. En sus escritos, la mencionaba como ejemplo de “transculturación viva”. Ella, con humildad, decía que solo cantaba lo que había aprendido en su casa y en su barrio. Pero en realidad estaba inscribiendo la memoria de un pueblo en la historia oficial.
La relación entre Merceditas y Ortiz fue también política: en una república que aún discriminaba, ellos mostraban que la cultura negra no era marginal, sino central. Ortiz le dio legitimidad académica; Merceditas le dio legitimidad popular. Juntos, hicieron que la Habana republicana escuchara lo que antes se silenciaba.
Su legado perdura. Merceditas fue pionera en grabar discos de música ritual, y Ortiz dejó escritos que aún son referencia. Ambos demostraron que la Habana no podía entenderse sin el tambor, sin el canto yoruba, sin la voz que invoca a los orishas.
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Por Gina Picart
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