La quinta del Vedado: Jardines privados antes del asfalto

CASAS ANTIGUAS EN EL VEDADO

Imaginemos El Vedado de 1895 no como una retícula de calles, sino como un sueño arbolado y fragmentado. Desde la antigua calzada de San Lázaro, hoy Avenida de los Presidentes, hacia el norte, la vista no estaba dominada por edificios, sino por una sucesión de altos muros de mampostería o verjas de hierro forjado entrecruzadas por buganvillas. 

Tras ellos, como presas celosas de su intimidad, se erguían las torres-mirador de madera, los caprichosos almenados de villas italianizantes y las amplias galerías de casas solariegas, todas envueltas en el murmullo de palmas reales y el aroma denso de los jazmines. 

Este paisaje no era público; era un archipiélago de dominios privados, las quintas de veraneo, donde la oligarquía habanera, criolla y peninsular, había decidido plantar su bandera de reposo y prestigio lejos del hormiguero febril del puerto. 

Aquí, el sonido de la ciudad se ahogaba en el canto de los sinsontes y el rumor del mar distante, y el ritmo lo marcaban las sombras largas sobre el césped, no el reloj de la oficina o la Bolsa.

Este éxodo hacia las alturas no fue casual. Tras las epidemias de cólera y fiebre amarilla que asolaron la ciudad amurallada, el aire puro y la exposición a los vientos del nordeste se convirtieron en una cuestión de supervivencia para los que podían permitírselo. 

El Vedado, con sus lomas suaves y su proximidad al mar, se presentó como la solución idílica. 

Comprar un solar grande, de una o dos hectáreas, no era solo una inversión; era un acto de fundación de un microcosmos. Cada quinta era una declaración de independencia de la vieja urbe. 

La arquitectura, libre de las constricciones de los solares estrechos de La Habana intramuros, podía desplegarse en estilos eclécticos: chalets suizos con techos de pendiente pronunciada, casas de campo inglesas con enormes ventanales, residencias neomudéjares con arcos de herradura, o palacetes neoclásicos que miraban con desdén al mar. 

El espacio permitía el capricho, la torre para contemplar el horizonte, la glorieta para el té de la tarde, la pérgola cubierta de glicinas.

La vida dentro de estos jardines amurallados seguía un ritmo bucólico y autosuficiente. La quinta no era solo una casa grande; era una unidad productiva y de ocio.

En sus fondos, más allá de los rosales y las palmas ornamentales, existía casi siempre una huerta que abastecía la mesa familiar, un pequeño gallinero, un establo para los caballos de tiro y paseo, y hasta una vaquería para asegurar leche fresca. 

El personal era un pequeño ejército: el mayordomo, los jardineros, las niñeras, las cocineras, el boyero. Los días transcurrían entre paseos a caballo por los senderos internos, baños de mar en caletas privadas o en el balneario de La Concha, tertulias literarias o musicales en los salones de altos techos, y largas siestas al arrullo de las persianas de celosía. 

Los niños crecían entre árboles frutales y escondites en los cobertizos, en una libertad rural impensable en el piso de un edificio del Centro. La quinta era, en esencia, una ficción señorial, una reproducción miniaturizada de la finca de campo, trasplantada a las puertas de la urbe moderna que, irónicamente, ella misma estaba ayudando a gestar.

Pero la semilla de su propia destrucción ya estaba plantada en su éxito. El prestigio del Vedado atrajo más miradas, más fortunas. A la muerte de los patriarcas fundadores, las nuevas generaciones, más urbanas y menos apegadas a la vida pastoril, vieron en aquellos vastos terrenos no un legado romántico, sino un activo inmobiliario de valor estratosférico. 

La presión de los promotores, la especulación voraz y las nuevas leyes de parcelación fueron la sentencia. 

Una a una, las quintas empezaron a ser fraccionadas. Los altos muros fueron derribados, los jardines centenarios talados, los estanques rellenados. 

Sobre la tierra donde crecieron mangos y anones, se trazaron manzanas perfectas con nombres de letras y números. Donde hubo una villa de ensueño, surgió una hilera de elegantes chalets individuales primero, y luego, la avalancha imparable de los edificios de apartamentos de renta, esos “palacios verticales” de los años 40 y 50. 

El paisaje de intimidad verde fue devorado por la geometría gris del progreso, y el silencio solo fue roto, para siempre, por el claxon y el rumor de la ciudad que, al fin, había alcanzado y superado sus límites.

Hoy, al caminar por la calle 21 entre calles E y F, o al pasar frente a algún viejo árbol desproporcionadamente grande en medio de un estacionamiento, uno pisa, sin saberlo, la sombra de uno de aquellos jardines perdidos. 

La quinta de veraneo fue la utopía intermedia, el último suspiro de la vida patricia rural antes de la densificación total. Su legado no es arquitectónico –pocas villas sobrevivieron intactas–, sino urbano: fueron ellas las que definieron el Vedado como el barrio deseable, el que valía la pena lotificar. Atrajeron las infraestructuras, los servicios, el glamour. 

Fueron el señuelo de su propia aniquilación. En su esplendor aislado, cultivaron sin querer el sueño de la ciudad-jardín que, al hacerse colectivo, terminó por arrasarlas. Quedan, quizás, en el trazado curvo de alguna callejuela residual o en la portería solitaria de una verja que ya no guarda nada, los últimos ecos mudos de aquel tiempo en que El Vedado no era un distrito, sino un mosaico de reinos privados donde el verano, para unos pocos, parecía no tener que terminar nunca.

Por Gina Picart 

SST -JCDT 


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