La ruta del silencio : Los artesanos de la despedida en La Habana colonial

Carpinteria
Foto tomada de Internet 

El taller, escondido en una callejuela de Jesús María, respiraba quietud a pesar del incesante trabajo. No era el bullicio de una carpintería común, sino un murmullo solemne de cepillos deslizándose sobre caoba, de martillos tapados que ajustaban ensamblajes perfectos, del crujido de la lija sobre curvas de nogal.

El aire, pesado, olía a resina de pino, a barniz recién aplicado y a la cera de abejas con la que se pulían las superficies hasta lograr un luto brillante. Aquí, entre virutas que caían como confeti mudo, se construía el vehículo del último viaje. 

Los hombres, con delantales de cuero y rostros serios pero no tristes, movían manos expertas sobre la estructura de un coche fúnebre. Era un oficio sagrado, un arte al servicio del silencio, donde la belleza de la línea y la riqueza del material dialogaban con la inevitabilidad de su macabro destino. En los rincones, ángeles de madera esperaban su turno para ser fijados a los portantes, sus ojos vacíos ya llorando una pena eterna.

Esta industria de la despedida floreció en el siglo XIX como un reflejo exacto de la sociedad colonial habanera: estratificada, suntuosa y profundamente religiosa. Los talleres familiares, con nombres como “Hijos de Pérez” o “Echenique y Cía.”, se especializaron en un arte ebanístico de precisión funeraria. 

El proceso comenzaba con la elección de la madera, la pesada caoba cubana para las familias más opulentas, el roble o el cedro para las burguesías más modestas. Los maestros carroceros, a menudo formados en Europa, dibujaban planos con diseños que iban desde el severo neoclásico, con sus columnas dóricas talladas, hasta un barroco afligido, repleto de guirnaldas, cruces recortadas y cortinajes de madera que imitaban terciopelo.

 Cada detalle era simbólico: las borlas representaban las lágrimas, los toldos abovedados el cielo, los herrajes negros y sin brillo la eternidad. Era una arquitectura móvil destinada a la contemplación pública, un último despliegue de estatus que rodaría por las calles empedradas.

La economía de la muerte era un negocio próspero y regulado. Los precios de un entierro con carroza variaban de forma astronómica, creando un catálogo de la desigualdad incluso en el tránsito final. Para la nobleza y la sacarocracia, existían los carruajes “de primera clase” o “de gran lujo”, con interiores forrados en seda negra y armiño, ventanillas con cristales biselados y pesados arneses de cuero para los caballos, que lucían penachos de plumas de avestruz teñidas.

 Las empresas ofrecían servicios de mantenimiento y alquiler, pues poseer uno de estos vehículos era un capital inmóvil considerable. 

Para el pueblo llano, los talleres producían modelos simplificados, austeros, a veces apenas una caja negra sobre ruedas descubierta, el “coche de pobres” que realizaba su ruta sin pompa, arrastrado por una mula. 

Los reglamentos de policía dictaban las rutas que debían seguir estos cortejos para no alterar el tránsito cotidiano, estableciendo así geografías urbanas de dolor. El conductor, el “cochero de difuntos”, era una figura tan reconocida y respetada como temida, un Caronte de la laguna Estigia que conocía el camino a las necrópolis como la palma de su mano.

El ritual en movimiento era un drama social codificado. La carroza no solo transportaba un cuerpo; enunciaba, con elocuencia muda, la posición del difunto en el mundo. 

Un cortejo fúnebre por las calles de La Habana era un espectáculo leído por todos los transeúntes, que se detenían y se santiguaban, evaluando inconscientemente la riqueza del clan por la altura de las ruedas y la complejidad de los tallados. 

El lento traqueteo sobre el adoquín marcaba el tempo de la despedida pública. Esta práctica comenzó su ocaso con el nuevo siglo y la irrupción de la motorización. 

Los primeros automóviles fúnebres, al principio vistos como fríos y poco reverentes, ofrecían una velocidad y una discreción que finalmente sedujo a la propia burguesía que antes demandaba carrozas tiradas por caballos. La comodidad y la modernidad vencieron a la tradición teatral.

 Los grandes talleres, uno a uno, fueron cerrando o reconvirtiéndose en carpinterías generales. Los maestros artesanos murieron sin transmitir sus secretos, y las últimas carrozas, desvencijadas, acabaron pudriéndose en patios traseros o siendo devoradas por la polilla y el olvido.

Hoy, cuando un cortejo moderno y silencioso se desliza por la ciudad, es difícil imaginar aquel paisaje de penachos negros ondeando al ritmo del trote, el sonido hueco de los cascos sobre la piedra y el chirrido solemne de los ejes de madera.

 Los talleres de carruajes fúnebres, desaparecidos sin dejar casi rastro físico, fueron mucho más que negocios; fueron el último eslabón de un arte aplicado a la trascendencia, donde la habilidad manual servía para enmarcar el misterio final. En sus bancos de trabajo se tallaba, además de madera, el concepto mismo de dignidad en la partida.

 Su desaparición no solo marcó el fin de una industria, sino el ocaso de un ritual público y plástico, reemplazado por la privacidad veloz del motor. 

Quizás, en algún almacén olvidado de Guanabacoa o en el desván de una casa antigua, aún exista, cubierto de polvo, algún ángel de caoba con la mejilla gastada, la última lágrima congelada de un oficio que supo convertir la muerte en una despedida esculpida.

Por Gina Picart 

SST -JCDT 

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