Hubo también muchos visitantes extranjeros, menos sospechosos de complacencia, que nos legaron descripciones valiosas de estos grandes señores del azúcar y el tabaco, dueños de pingües fortunas, dominios vastos como países y un sin igual amor por la cultura y la intensidad de la vida.
Leyendo sus memorias, podemos vislumbrar que la aristocracia colonial
cubana fue una clase variopinta, en la cual hubo de todo tipo de ejemplares,
pero, en general, marcados por el común denominador de la distinción, la
magnificencia y una exquisita educación.
Lo cierto sobre la aristocracia
cubana colonial es que a esta isla caribeña que tanto deslumbró a Colón fueron
trasplantados numerosos títulos de nobleza, y no solo españoles, sino también
franceses, alemanes, italianos y algún que otro austríaco, y hasta varios
concedidos por El Vaticano con carácter vitalicio.
Y que quienes los ostentaron
fueron personas en su mayoría bien instruidas y en no pocos casos
verdaderamente cultas, que gustaban vivir en París con gran fausto, siendo
siempre muy bien recibidas en los salones aristocráticos de las capitales
europeas, tan exigentes en cuanto a reconocer pureza de sangre y blasones, y
que, en casi todos los casos, hicieron con su dinero importantes contribuciones
a sectores nacionales, como la economía, la educación, la arquitectura, el
transporte y las industrias del tabaco y el azúcar, bases sobre las cuales
descansaba entonces el desarrollo del país.
En cuanto a la compra-venta de títulos y escudos de nobleza, hay que
decir que fue una verdadera fiebre que se desató entre todos aquellos
ciudadanos que disponían de algún peculio significativo.
Cecilia Valdés, nuestra primera
novela nacional, muestra los muchos afanes que traían a mal traer a don Cándido
Gamboa, padre de Leonardo y Cecilia.
Cándido soñaba día y noche con
obtener el título de marqués de Casa Gamboa, conseguido al fin a cambio de
muchos doblones salidos de su tacaña bolsa.
Pero no todo el que quiso
comprarse un título lo consiguió, aunque tuviera dinero a montones.
La Corona española ponía como
requisito esencial que el aspirante al título tuviera en su haber un
determinado grupo de obras realizadas en bien público y del país.
Recordemos el título que esa misma Corona quiso otorgar a la patriota
Marta Abréu por las muchísimas obras benéficas que ella llevó a cabo para el
desarrollo de su villa natal, y que La Venerable, como era llamada por sus
coterráneos, rechazó por fidelidad a la causa de Cuba y por su proverbial
modestia personal.
Aunque, por supuesto, no hay que
descartar el poder de don Dinero, que lo tiene siempre y en todos los casos y
causas, por más imposibles que parezcan.
Sin embargo, como consigna la
investigadora María Teresa Cornide en su obra De La Habana, de siglos y de
familias, grupos familiares tan poderosos como los Sotolongo,
fundadores y líderes locales por más de tres siglos, y los O’Farrill,
verdaderos protagonistas y empresarios exitosos del auge azucarero, jamás lograron
ser agraciados con la concesión del tan anhelado título de nobleza. (Gina Picart)
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