Allá por la década del 70 del siglo XX, cuando era una
estudiante de Literatura en la Escuela Nacional de Instructores de Arte (Enia),
conocí a una jovencita llamada Elizeth Godínez, de quien me hice muy amiga.
Comencé a frecuentar su casa y allí encontré a su madre, Menanda
Barbarú, quien de inmediato se convirtió para mí en una especie de heroína, no
solo por la tremenda mentora que supo ser para todas las amigas de Elizeth, con
sus consejos sabios y, cuando era necesario, con sus consuelos eficaces, sino
porque de Menanda aprendí muchas cosas sobre la vida, pero ahora mismo viene
muy bien con el tema de esta reseña rememorar un dictat que ella siempre nos
hacía: “Una mujer no puede permitirse
aparecer desarreglada o mal vestida. No importa si es pobre o rica: si
lleva el pelo bien cortado y peinado, manos y pies cuidados y las uñas pintadas
de un tono elegante, y zapatos limpios y en buen estado, ella lucirá elegante.
Esas tres cosas son lo esencial en la apariencia de una mujer”.
Una vez le pregunté:
“¿Y el vestido no es importante?”. Ella respondió: “Sin las tres cosas que les
digo, ni el vestido más fino las salvará de lucir desaliñadas”.
De más está decir que Elizeth siempre destacó en la escuela
por ser muy atildada, y yo, desde entonces, comencé a cuidar hasta el último
detalle de mi uniforme de becada, incluso abrillantaba mis zapatos “colegiales”
como si fueran de charol.
Hoy comprendo que Menanda representaba la más pura expresión
habanera del concepto de elegancia femenina en el vestir, pero no porque fuera
una fanática de la moda ni del fausto y las marcas costosas, sino porque había
heredado la tradición de refinamiento y buen gusto que distinguió a las criollas
desde que los primeros colonos españoles comenzaron a establecerse en las
villas de la isla. Por eso los cubanos siempre y en todas partes han tenido
fama de elegantes.
La historia del largo camino de la moda en Cuba es lo que
cuenta el libro Lo cubano en el vestir. Apuntes esenciales, de Diana Fernández González, diseñadora de vestuario escénico, docente, investigadora, graduada de
Diseño Teatral en la Escuela Nacional de Arte (ENA) y licenciada en Teatrología
por el Instituto Superior de Arte (hoy Universidad de las Artes, ISA).
Ha diseñado vestuarios
para obras teatrales, largometrajes y series televisuales, participado en
numerosos eventos nacionales e internacionales y publicado libros y artículos de
su especialidad.
Ha llegado a ser profesora en la Escuela de Cinematografía y
del Audiovisual de la Comunidad de Madrid y la Universidad Carlos III, de esa
capital, y en centros latinoamericanos de altos estudios, como la Escuela
Internacional de Cine de San Antonio de los Baños.
En una reseña clásica, esta presentación del autor debería
ir al final del texto, pero la he adelantado para advertir al lector de la gran
suerte que significa para nuestra historia cultural que una personalidad tan
profesionalmente valiosa incursione en un tema sobre el que poco se ha
investigado y menos se ha escrito: la historia del traje en Cuba.
También debo advertir que este Premio de la Crítica fue
publicado en 2019 por la casa editorial UNIÓN, por lo que quedan pocos
ejemplares en el mercado, y en las librerías digitales se encuentra agotado. Yo
tuve la rara suerte de conseguirlo en la Calle del Obispo, en los anaqueles de
la librería Fayad Jamís, sede emblemática de las publicaciones de la editorial
Letras Cubanas y abanderada del Instituto Cubano del Libro.
El volumen comienza
en tiempos de la Cuba aborigen, describiendo el escaso vestuario de los nativos
indocubanos, y avanza a través de los siglos, sin dejar fuera de atención a
ninguna de las clases sociales de la antilla mayor, para terminar analizando la
influencia de la moda norteamericana sobre los cubanos hasta 1959.
En mi opinión, este libro, además de su valor intrínseco
como investigación profunda y detallada del tema del vestuario en Cuba, tiene
dos valores añadidos. Uno de ellos es la abundante graficación, con
reproducciones de cuadros de época realizados por pintores españoles radicados
en La Habana, quienes tuvieron el tema muy en cuenta y, en algunos casos, son
considerados como especialistas en la pintura de costumbres. Esto, en el caso de
la colonia, pero también contiene gran cantidad de fotografías de la república neocolonial
y reproducciones de páginas de revistas de modas y costumbres.
Gracias a la fecha temprana en que la fotografía llegó a
nuestro país, se han conservado en álbumes de familia, en fotos de propaganda y
en material de museo innumerables imágenes de hombres y mujeres de todas las
clases sociales, las cuales poseen hoy un valor histórico inconmensurable.
En cuanto al segundo valor añadido, se trata para mí de
mostrar la gran influencia que ejerció sobre el cubano la cultura francesa en
todas sus manifestaciones, pero en este caso concreto, en la moda.
Aunque fuimos
colonizados por España y gobernados por ella durante siglos, la moda española
se mantuvo entre los españoles de Cuba, pero los criollos, en especial los más
adinerados, estaban por completo afrancesados, y ese es un aspecto de la
historia cultural de Cuba al que no se le ha prestado la atención que merece,
aunque en las últimas décadas de la república esa influencia fue cediendo ante
la invasión de la moda norteamericana, caracterizada por su pragmatismo y por
las producciones en serie.
Con estos nuevos aires, desaparecieron de la isla aquellas
modistas francesas en cuyos atelieres las más diestras costureras creaban enteramente
a mano, puntada a puntada, modelos exquisitos plenos de elegancia y únicos, por
lo que era casi imposible que dos féminas aparecieran en público luciendo dos
vestidos ni siquiera semejantes. A no ser que tuviera lugar alguna treta malintencionada
como la ocurrida entre dos de las más relevantes personalidades femeninas de la
alta burguesía habanera de la república: la señora Catalina Lasa, bella entre
las bellas y elegante entre las elegantes, y la señora María Luisa, marquesa de
Revilla de Camargo, rivales eternas en cuanto a elegancia, fortuna y relaciones
sociales se refiere: los tres principales factores de estatus en el mundo de
las mujeres de entonces.
El evento fue
provocado por una fiesta de disfraces en la mansión habanera de María Luisa,
hoy Museo de Artes Decorativas. Catalina, por pura malicia y deseos de
divertirse, sobornó a una de las sirvientas de la marquesa para que le copiara
el modelo del vestido que la anfitriona luciría en la celebración, y llegada la
noche de la fiesta, mientras María Luisa desfilaba triunfal entre sus ilustres
invitados, vio aparecer, con la consternación que es de suponer, a Catalina
ataviada con idéntico atuendo, pero enriquecido por sus célebres joyas y, desde
luego, por su belleza deslumbrante, don del que la naturaleza no fue pródiga
con la marquesa, quien quedó en discreto ridículo, aunque desde luego no se
escuchara en el salón ninguna carcajada.
Hoy nadie piensa en las modas del pasado, en gran parte por
el desconocimiento y la desmemoria, pero nuestras elegantes vistieron modelos
maravillosos de estilo art noveau y art deco, creaciones de los más afamados
modistos galos del momento, y era tal la prestancia de las cubanas que llegaron
a destacar en las cortes de Europa, donde rompieron muchos corazones y se
alzaron con alguna que otra corona.
Este libro es, pues, un
texto de consulta imprescindible, puntero en la historia del traje en Cuba, que
resulta de gran ayuda para todos los especialistas que tienen relación con el
teatro y el mundo audiovisual, pero en general con todas las artes y también
con la literatura.
En sus páginas, el lector encontrará párrafos tan fieles referidos
a la vestimenta de los esclavos y libertos de ambos sexos que parecen sacados
de Cecilia Valdés. No tiene un solo momento superfluo y nada falta en él de
principio a fin.
Me considero sumamente afortunada por haber llegado a
tiempo, aunque años después, al estante de la “Fayad”, donde quedaban
ejemplares de este tesoro de la historiografía cultural de mi país. (Gina Picart Baluja. Imagen: Cubasí)
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