Cintio Vitier escribió una de las obras ensayísticas más profundas con que cuenta la cultura cubana, en especial la nómina intelectual habanera.
Se ha destacado, hasta la saciedad, que fue miembro del
lezamiano Grupo Orígenes, y recién, en un trabajo que dediqué a su esposa Fina
García-Marruz, hablé in extenso sobre el tema, como también sobre la visceral
amistad que lo unió desde la adolescencia al poeta Eliseo Diego, y cómo ambos
contrajeron matrimonio con las hermanas García-Marruz, lo que dio lugar a la
formación de uno de los triángulos de pensamiento y creación más asombrosos y
fecundos de nuestra historia nacional.
La obra personal de Cintio es extensa, integrada por su
poesía, estudios hermenéuticos sobre José Martí, y ensayos, que siempre releo
con placer, pero más que ninguno el titulado Ese sol del mundo moral, que su autor definió como una historia de
la eticidad cubana.
Yo prefiero verlo como el mapa de nuestro pensamiento ético,
porque la ética es una de las virtudes que divide a los seres humanos en dos
categorías: los que la poseen y los privados de ella. Es decir, los admirables
y los despreciables. Este libro trata sobre los primeros.
Con ellos ocurre como ya quedó enunciado no recuerdo si en
una sentencia búdica, pero en todo caso proveniente de una cultura antigua:
muchos hombres siguen al que porta la antorcha, y otros, se convierten ellos
mismos en la antorcha. Se inmolan, pero dejan a su paso y para siempre tal
estela de luz que inunda por los siglos de los siglos la ruta de los hombres.
Siempre, por supuesto, que los hombres no pierdan voluntariamente el rumbo o,
por alguna macabra razón, la memoria.
Por eso este libro tiene para mí un valor especial y lo
tengo en mi estante de cabecera, habitado por un conjunto de volúmenes que podría
resultar desconcertante. Ese sol del mundo moral es un resumen habilísimo, muy
ilustrativo, de estilo grave, elegante y sobrio, de cómo a través de la
historia de Cuba se puede apreciar muy claramente el fenómeno de la transmisión
de un sistema de pensamiento a través de generaciones, gracias -ante todo- a
las figuras de los grandes educadores, en nuestro caso del padre José Agustín
Caballero, el padre Félix Varela, el maestro y pensador José de La Luz y
Caballero, de cuyas aulas volaron como palomas redentoras directo a la manigua
muchos jefes de la Guerra de los Diez Años (1868-1878), todavía sin bigote,
pero ya con un concepto de patria y de la virtud del héroe muy relacionado con
nuestra herencia greco-romana y medieval occidental.
Y digo esto porque, en el arquetipo del héroe ético que Cuba
hereda a través de esta red de vasos comunicantes humanos, tienen gran peso el
arquetipo del héroe, proveniente de Grecia y Roma, y el ideal de la caballería,
fenómeno puramente medieval muy influido por el cristianismo, al que debe
Occidente paladines como el rey Arturo, de Bretaña; Roldán, líder de los Doce
Pares de Francia; los señores cátaros del Languedoc francés, quienes lucharon
bravamente contra los católicos de la corona francesa que invadieron su
territorio en una cruzada autorizada por bula papal contra lo que, en aquel
momento y sin ninguna duda, era la parte más íntegra y pura de lo que hoy
conocemos como Francia. ¿Qué transmite ese legado? El culto a la integridad
moral, al valor y a la ética más elevada.
No es posible negar que los hombres del 68 fueron todos
educados en esa tradición. Cuando llegan a las logias masónicas ya están
formados como espíritus y solo adquieren otra visión del infinito, pero ambas
corrientes, la religiosa y la filosófica, se hermanan por la primacía de la
ética, como luego se verá.
Cintio, católico como todos los miembros de Orígenes,
resalta la labor forjadora de sacerdotes como Agustín Caballero y Félix Varela
en la formación de la eticidad cubana, habiendo merecido el segundo el título
honorífico de “El que enseñó a pensar a los cubanos”; la religiosidad de Luz;
la de Mendive. Hago notar el dato porque es uno de los méritos que veo en este
magnífico libro que se propone preservar y transmitir el ethos de Cuba a las
generaciones futuras.
También hago notar que la mayor parte de los hombres del 68
pertenecía al patriciado criollo, y muchos eran ricos hacendados con
profesiones liberales, como Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte y,
como el mismo José Martí, todos doctores en Leyes, abogados brillantísimos.
Ello une a la ética el ideal de justicia.
Cintio recuerda con énfasis que las ideas de Varela no
nacían solo de su Biblia y su sotana, sino de su asimilación del Iluminismo,
que ya nació en el seminario San Carlos y le permitió apartarse de la Escolástica
católica medieval para adoptar una postura más avanzada.
Esa clase patricia formó casi toda la alta oficialidad del
Ejército Libertador en la Guerra del 68, y uno se pregunta qué vena pudo
enlazar a la cúpula blanca, universitaria y rica, con la mayoría iletrada de
negros esclavos recién liberados en el Grito de Yara y la multitud de
campesinos paupérrimos que engrosaron las filas mambisas (combatientes cubanos
contra el colonialismo español), pues los primeros, aunque evangelizados
durante sus vidas como esclavos, no siempre dejaron atrás sus religiones
nativas.
Que las ideas de Varela llegaron a Agramonte a través de José
de la Luz ya lo sabemos, y a Martí a través de Mendive, el discípulo predilecto
de De la Luz. Pero cómo imantaron a negros que hasta poco antes habían
trabajado en los cañaverales bajo el azote del látigo, y a humildes labradores
nacidos entre arados y surcos, resulta una cuestión digna de análisis.
Yo veo una explicación, aunque pudiera haber otras: el amor
innato del ser humano a la libertad y el amor por la tierra cubana sojuzgada.
La dignidad de hombre los unió. O sea, la eticidad. Porque solo así se explica
que Antonio Maceo, un mulato que nunca fue a la universidad, tuviera el mismo
pensamiento que Martí, Céspedes y Agramonte. Todos fueron hombres-antorcha, y
el destino de las antorchas es arder por tiempo breve para guiar a los muchos
por el mejor de los caminos: el que lleva a la meta. Luego se apagan, como les
ocurrió a ellos. Ninguno sobrevivió a la victoria, y sus cadáveres sufrieron
profanaciones inimaginables.
Quisiera reproducir aquí fragmentos conocidos del
pensamiento de Agramonte y Maceo, pero cuya relectura y análisis siempre revela
al lector nuevas aristas de aquellos caracteres recios que sirvieron de pilares
a la independencia de esta tierra. El primero pertenece al discurso de graduación pronunciado por Ignacio Agramonte en la
Universidad de La Habana, que sorprendió e inquietó a los señores profesores,
incómodos testigos de aquella joven rebeldía:
El Gobierno que con una
centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual
y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la
justicia y la razón, sino tan solo en la fuerza. Y el Estado que tal fundamento
tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e
imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus
derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a
anunciarle que cesó su letal dominación.
Agramonte no fue solo un hombre de la Ilustración, sino un
orador ardoroso en el que se confundían la palabra y el sable guerrero. Decir
tales palabras en La Habana de entonces y ante un auditorio mayormente
compuesto por docentes leales a España, o que no deseaban adoptar posiciones
comprometedoras y se tornaban sus cómplices, fue una de las mayores pruebas de
valor e integridad moral que El Mayor
dio en su brevísima vida.
Pero he aquí, en palabras sencillas y diáfanas, una
manifestación rotunda y, tal vez, el mejor resumen de eticidad que
encontraremos en nuestro pasado, salvo en la obra de Martí.
El fragmento que cito a continuación pertenece a una carta
dirigida por Maceo desde Kingston, Jamaica, al general español Camilo García de Polavieja, el 14
de junio de 1981:
Si un falso principio político
pretende sacrificar el sentido moral de la vida, la única condición posible
para que los pueblos se eleven a la categoría de sujetos superiores de la
Historia, sin más razón que la conservación de sus intereses materiales, yo
estaré siempre en contra de tal principio. [...]
Amo a todas las cosas y a todos
los hombres, porque miro más a la esencia que al accidente de la vida; y por
eso tengo sobre el interés de raza, cualquiera que ella sea, el interés de la
Humanidad, que es en resumen el bien que deseo para mi patria querida.
La conformidad de la obra con el
pensamiento, he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el
cumplimiento de mi deber. No odio a nadie ni a nada, pero amo sobre todo la
rectitud de los principios morales de la vida.
Estas últimas frases recuerdan cómo los masones se autodefinen:
“Hombres libres de buenas costumbres”. Otro modo de conceptualizar la ética.
Nuestros padres fundadores bien pueden ser descritos como
hombres-brújula, porque nunca perdieron el Norte. Su mirada, su alma, su
pasión, su coraje, su compromiso, siempre estuvieron guiados por ese sol del
mundo moral que es el sentido de la ética. Pero nada ilustra mejor esa brújula
que las palabras del general español Arsenio Martínez Campos cuando, a la vista
del campamento mambí con sus guerreros sedientos y hambrientos, medio desnudos,
desencajados y cubiertos de heridas, urge a su asistente a apresurar la
escritura de los documentos para la firma del Pacto del Zanjón, con estas
palabras:
Apresúrese usted, porque como a
uno solo de estos hombres le dé por gritar “¡Viva Cuba Libre!”, tendremos
guerra para diez años más.
Por eso, si el oro pudiera ser tan valioso como los libros
que transmiten sabiduría, ética y luz, para mí el libro de Cintio sería oro de
los más altos quilates, y siento su intención al escribirlo tan inspirada y
pura como el machete y la tea. La conservación de la memoria es trascendental
para el avance de los pueblos.
Discutí sobre el tema con vehemencia en un foro este fin de semana: sin memoria no hay historia, no se puede hacer patria, no se puede
crecer. Sin respeto auténtico por la tradición heredada no habrá jamás héroes
ni Homagnos. Sin memoria, la humanidad no sería más que un inmenso conglomerado
de infecunda carne zombi.
Fue para mí un día importante, porque una nueva
relectura del libro de Cintio me ha llevado a comprender definitivamente la
actitud del doctor Eusebio Leal -que me atreví a cuestionarle desde mi
insignificancia- aquella tarde lejana en que nos reveló al periodista Eduardo
Vázquez y a mí, en una oficina de Habana Radio, que tenía en su poder las páginas
perdidas del Diario de guerra de Martí, pero nunca las publicaría, porque los
pueblos necesitan seguir viendo a sus héroes como símbolos inmaculados, y las
miserias humanas no ayudan a la preservación de la memoria ni sirven para
inspirar, sino degradan el esplendor de la grandeza. A mis años, aún no estoy
segura de si el hombre necesita dioses, pero de algo sí estoy absolutamente
convencida: necesita héroes inspiradores, antorchas, soles de oscuridad para
incubar el porvenir.
Y aunque hasta hoy nunca estuve de acuerdo con Leal en aquel
punto, tan martiana como soy: ¿cómo pude olvidar la profundísima verdad que
encierra aquella sentencia martiana: “Hasta el sol tiene manchas. Los
desagradecidos solo ven las manchas. Los agradecidos, la luz”. Hoy comprendo
mejor al Segundo Descubridor de La Habana, quien con su lucidez quiso impedir
que la revelación escrita por Martí en esas páginas sobre lo sucedido en La
Mejorana entre Gómez, Maceo y él -y que, en su opinión, hizo al Apóstol recurrir
al recurso de la autoinmolación en Dos Ríos- de ser conocida pudiera actuar
como esos ácidos que corroen los colores del óleo más espléndido y diluyen los
rostros de los muertos.
Gracias, Cintio Vitier, por este libro, aunque en ocasiones
disintamos en algún juicio, como en la valoración que hace del poeta Julián del
Casal. Pero, por encima de cualquier discrepancia, la bandera de la más elevada
eticidad como guía necesaria de los hombres en el camino que conduce al bien…,
en eso comulgamos.
Ese sol del mundo moral es un libro para siempre, para la
gratitud eterna, porque salva la memoria de quienes fuimos los cubanos para
quienes somos hoy y, tal vez, tengamos que volver a ser mañana. (Gina Picart Baluja.
Foto: red social X)
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