Dormitorios y hábitos nocturnos en La Habana colonial

Dormitorios y hábitos nocturnos en La Habana colonial

Quienes visiten museos coloniales en La Habana, como el Palacio de los Capitanes Generales, en la Plaza de Armas, ya sea en familia, en solitario o en un tour del proyecto Rutas y Andares, pueden quedar admirados por la decoración de sus estancias interiores.

Sin embargo, siempre me he preguntado si las camas coloniales cubanas serían como la que aparece en las muy escasas fotos que existen de ese inmueble en el buscador Google.

Esta imagen no se corresponde con los imponentes lechos de la época en las casas nobles de España, que solían tener doseles, baldaquinos y, en ocasiones, hasta una base sobre la que se colocaba la cama en sí, y a la que se accedía por dos o tres escalones breves.

Pero aún si todas las camas coloniales de los habaneros pudientes fuesen del mismo estilo que la mostrada en esa imagen… da igual porque se las usaba muy poco. Los rigores del clima obligaron a los dueños a encontrar soluciones intermedias más frescas y funcionales. Así apareció el catre, mueble singular sobre el que cuenta el historiador Emilio Roig de Leuchsenring en una de sus deliciosas crónicas:

…el catre fue uno de los más típicos muebles de la colonia, una verdadera institución, base y fundamento del régimen colonial. En toda casa, por rica que fuera la familia, no faltaban los catres, ya para los invitados, ya para la servidumbre. Y en las bodegas y establecimientos comerciales, el catre era un artefacto tan indispensable como los dependientes o las mercancías.

Mueble ligero, sencillo, manuable, fresco, ocupaba reducidísimo lugar. Y en aquella época en que el aseo era un lujo y la higiene no se conocía, el catre podía limpiarse fácilmente, pues sus barras y sus forros se lavaban con poco trabajo y a un costo mínimo; aquéllas, si era necesario, recibían una manita de pintura, casi siempre de color azul o verde, y éste se renovaba, sustituyendo el ya viejo y estropeado, por otro forro nuevecito y flamante.

Para nuestro clima no ha habido ni habrá cama más fresca que el catre, pues la única cobija de que éste se componía era el forro de tela de Rusia. Con éste, bastaba. A lo más, podía completarse la cobija con una almohada y una sábana, en verano, y en invierno, con la correspondiente frazada.

Por la mañana, el catre se recogía, colocándose junto a la pared, de manera que, prácticamente, no ocupaba espacio en las habitaciones, y hasta, cerrado, servía para guardar en él la ropa de su dueño.

La comodidad del catre se extendía no sólo a su uso sino también a su traslado, en caso de mudanza, pues no hacía falta para llevarlo de una a otra casa, carro de agencia: el dueño del catre se echaba éste a los hombros y andando un rato y caminando otro, atravesaba toda la ciudad de Intramuros, sin costo alguno y con el solo riesgo de que los mataperros lo saludaran con los gritos de “¡Agua!, ¡agua! ¡Muda el catre, que caen goteras!”.

La civilización, el confort y el refinamiento de los tiempos modernos han acabado con los catres, a tal extremo que hoy será muy difícil, si no imposible, encontrar un catre en toda La Habana; y, seguramente, que si aún queda algún habanero que duerma en catre, no se atreverá a confesarlo.

Debo añadir que las damas criollas, con independencia de su condición económica y alcurnia, usaban para dormir, sobre todo durante las calurosas horas de la siesta, un sencillo batón de telas finísimas casi transparentes, caídas de los hombros, encajes más o encajes menos, pero las más de las veces sin mangas. Hay que recordar que, en las clases altas, era normal que los matrimonios tuvieran habitaciones separadas, por lo que la mayor parte del tiempo que la señora permanecía en la suya, solo era vista por sus esclavas, por lo que aquella semidesnudez no era un problema. Si esperaba una visita del esposo, entonces la indumentaria podía hacerse más refinada e incluir, además, alguna joya, babuchas bordadas y perladas y esencias aromáticas.

La cama señorial se utilizaba, sí, en algunas ocasiones: para la noche de bodas y los encuentros amorosos, para los partos, para alguna enfermedad que implicara postración y … para la hora final, que eso, como casi todo, trataban de hacerlo con la mayor clase posible. Y tanto las camas como los catres tenían, invariablemente, un mosquitero, porque si hoy las moscas y los mosquitos son la pesadilla de los trópicos, en la época colonial lo fueron mucho más. Sobre todo porque, al no haberse inventado aún los equipos de refrigeración o aires acondicionados, era obligatorio dormir con todas las ventanas abiertas.

Y hablando de esclavas -y de esclavos, si se trataba del hombre de la casa-, hay que decir que eran ellas las encargadas de bañar a su ama, pero no en una habitación que hiciera las veces de baño, que si existió fue en muy pocas mansiones, sino en una tina o bañera que podía ser más o menos lujosa, colocada en la misma habitación de la dama, y que se resguardaba de la vista de quienes pudieran entrar de improviso tan solo por un amplio lienzo de tela que dos esclavas sostenían, cada una por una punta, mientras la señora tomaba su baño.

Otro tanto sucedía a la hora de llevar a cabo ciertas necesidades del cuerpo. Bajo las camas, se guardaba un objeto llamado elegantemente bacinilla o taza de noche y, más prosaicamente, orinal o tibor. Cuando se le daban los dos primeros nombres podía ser de oro, plata, cobre enchapado, llevar talladas las iniciales de la familia, en especial si había de por medio un escudo de nobleza, y aún otras fantasías.

Si la alcurnia no era tan elevada, entonces el objeto solía ser de porcelana, y en los barrios bajos era de simple latón y hasta de barro cocido. Una vez llenado su interior debidamente, las esclavas y esclavos procedían a lanzar el contenido a la calle a través de un balcón o una ventana, no sin antes advertir a los paseantes con el grito de “¡Agua!”, y abajo, quien tuviera malos reflejos, pues... La higienización tras el acto se llevaba a cabo usando el aguamanil y la jofaina, o como se llaman hoy: una jarra y una pequeña palangana; de metales preciosos, loza o latón, siempre estaban presentes en la mesa de noche de la habitación. Lavamanos…, no, hasta muy entrado el siglo XIX.

Puede que alguien como la condesa de Revilla de Camargo, Lily Hidalgo de Conill o Catalina Lasa, miembros de las clases más altas de la sociedad habanera, quienes habían adquirido costumbres afrancesadas y tenían fortunas capaces de permitirles ciertos excesos elegantes, tuvieran en su dormitorio una silla de noche o de alivio, como se nombraba eufemísticamente al ancestro de lo que hoy conocemos como inodoro, que solo llegó a Cuba en su forma habitual con la ocupación estadounidense. Pero hasta muy entrado el siglo XIX, es casi imposible que se viera algo semejante en La Habana. Y mucho menos en las casas de españoles residentes en la capital.

Sin embargo, todo lo anterior no significa que las habitaciones de los poderosos habaneros fueran pobres o escasas de muebles. Todo lo contrario: eran muy espaciosas, casi igual que los salones, muy luminosas y ventiladas, y contenían gran cantidad de mobiliario destinado a guardar ropas, calzado y accesorios, la lencería bordada de las camas, que solía ser de seda y del más fino encaje francés, y toallas.

También había cómodas de elegante tallado y maderas de gran calidad, aún hoy exhibidas como valiosas reliquias en muchas casas de familias en España. Había cofres, baúles, arquetas de taracea, veladores, mesas de noche, sillones o mecedoras, costureros primorosos para que las damas realizaran labores como el bordado, tocadores para las bellas (también para los caballeros) y muchos espejos. Además, algunos muebles relacionados con el culto católico, como los oratorios o reclinatorios y los altares.

Lujos de toda clase jamás faltaron en La Habana colonial, los tuvo desde el primer siglo de su fundación, en aquellas primeras casas de guano y embarrado que se surtían, gracias al contrabando, de bellos muebles, objetos y vestuarios venidos de la metrópoli, de Francia y de Italia…

Lo que ocurre es que La Habana siempre ha hecho honra a la frase con que la bautizó José Martí: la comarca demorada. Comodidades hubo, aunque modas…, también, pero más despacio. (Gina Picart Baluja. Foto: tomada del blog Hija del aire)

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RSL

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