Hay quien afirma con total convicción que Cuba es un fenómeno climático donde no existen
cuatro estaciones, sino tan solo dos: verano e invierno.
Sin embargo, ese argumento es fácil de contrarrestar. No hay
que acudir para ello a la temperatura que, en verdad, o es cálida hasta cocinar
a las personas la mayor parte del año, o ligeramente fresca durante unos pocos meses, muy pocos para lo que
nos gustaría.
Hay otro indicador infalible: fíjese el lector en los
árboles y arbustos, que son de una temeraria sinceridad. Cuando se acerca mayo,
se cubren de flores. Fijémonos si no
en los flamboyanes, que en esa fecha empiezan a adornar con brotes rojos,
naranjas, blancos y lilas toda la ciudad. Y cómo los árboles entran en reversa
cuando se acerca octubre: se quedan sin flores, y sus hojas caen hasta dejar
las ramas desnudas, cubriendo el pavimento de una alfombra con todos los
matices del dorado, pero que cruje de resequedad cuando pisamos.
Sí que tiene Cuba cuatro
estaciones. La flora nunca miente.
Y tampoco las tendederas. Según desfilan los últimos días
del verano, y comienza a soplar un airecillo más fresco, empiezan a aparecer en
las tendederas las camisas de mangas largas y los suéteres ligeros. Según avanza
el calendario, estas prendas son sustituidas por abrigos gruesos, remeras con
capuchas… La moda, pues, también es un testigo que declara a favor de la
existencia de cuatro estaciones en Cuba.
Entre todos los habaneros decimonónicos que escribieron acerca
del invierno en la capital, se encuentra ese extraordinario poeta y periodista
que fue Julián del Casal, quien pensó
y discurrió sobre casi todas las facetas de la vida en la villa San Cristóbal
de La Habana.
Quedan, por suerte, sus crónicas muy realistas. El lector
amante de La Habana agradecerá conocer una sobre la llegada del invierno a la ciudad de las columnas, como la bautizó
el escritor Alejo Carpentier. Una de
las crónicas semanales casalianas comienza así:
El invierno comienza a reinar. Tras
largos meses de calor, las primeras ráfagas de frío se han hecho sentir,
extendiendo en la atmósfera una neblina flotante que parece absorber los olores
acres que la tierra exhala en esta época, por sus poros abiertos. Como el mar
está alborotado en estos días, no se respira más que olor de salitre, de algas
y de espuma. El viento se encarga de esparcirlos por toda la población.
Entiendo que Casal sintiera ese olor, ya que era un paseante
obsesivo de La Habana de entonces, que no llegaba al residencial La Asunción,
donde vivo, y que en invierno hace flotar en su aire leve y como escarchado con
polvo frío de estrellas los aromas del azahar y la picuala, y el inconfundible y
seco olor de los pinares que baja de la cercana Loma del Burro. Y es que en tiempos de Casal mi reparto no era más
que una laguna pantanosa en mitad de lo que se llamó en La Habana colonial el camino de Luyanó, que unía el corazón
de la urbe con el poblado de Guanabacoa. Este camino tenía mala fama, pero solo
en horarios nocturnos, ya que estaba sembrado de burdeles, pero por el día los
niños de Regla, entre quienes se encontraban mi abuelo y sus hermanos, acudían
a pie a pescar guajacones en las aguas lodosas cubiertas de ramajes podridos.
No. Seguro que Casal nunca vino por aquí.
Y continúa el poeta periodista:
Hasta el sol no hiere la vista,
porque el frío atenúa su color purpúreo y lo amarañuela cada día más. Las hojas
de los árboles, si no amarillean, se desprenden de las ramas, alfombrando las
alamedas. Todos los objetos de la naturaleza adquieren nuevos aspectos, porque se revisten de matices delicados,
perdiendo lentamente esos colores puros que solo agradan en los tapices
orientales y en las porcelanas japonesas.
Yo no sé por qué Casal no fue también pintor, porque en
cualquier página suya se encuentra enseguida esa fruición, ese paladeo del
color y las atmósferas que caracteriza el estilo de los pintores cuando escriben.
Y concuerdo con él plenamente: cuando el invierno llega a Cuba, y esa luz
horriblemente radiosa que incendia la ciudad como plomo fundido desaparece del
paisaje, aparece a la vista una isla
distinta, de tonos dulcemente velados, que permite apreciar mucho mejor los
verdaderos contornos y colores de cuanto nos rodea. Como se quejaba Eliseo
Diego en uno de sus poemas más conocidos:
“En la calzada más bien enorme de Jesús del Monte/ donde la demasiada luz forma
otras paredes con el polvo…”.
Y sigue la preciosa crónica casaliana:
De todas las ventajas que el frío
nos proporciona, la más agradable después de la falta de calor, es la del
silencio que reina en las calles, especialmente a la hora en que empieza a
oscurecer. Bajo el ala sonora del viento se extingue todo ruido comercial. Al
ocultarse el sol, ya no se oye más que el rodar de los coches y los últimos
sones del Ángelus […]
Todo poeta es un fiel amante
del silencio, porque el silencio es el umbral que permite el acceso al
reino de la introspección, donde habita la poesía. ¡Yo deseo tanto haber
conocido aquel silencio casi absoluto, donde solo la naturaleza dejaba oír su
suave concierto de voces…! Pero me parece que Casal habría sufrido muchísimo
con el atronador ruido de La Habana de hoy, porque el invierno no basta para
acallar a los habaneros, ni siquiera para hacerles bajar un poco sus voces de
jolgorio mezclado con guaperías sin sentido, que exhalan a toda hora del día,
la noche y la madrugada, porque hasta pareciera que no duermen y viven pegados al tambor o al dominó.
Las mujeres se visten mejor en
estos días, despojándose de sus trajes de holán, que las despoetiza en las
calles, porque les da un aspecto demasiado familiar, se visten de otros más
elegantes, hechos de telas gruesas que se adaptan mejor al cuerpo y marcan
perfectamente la belleza de sus formas. Ninguno de estos trajes es blanco, rosa
pálido o azul celeste, colores que parecen entrar en la fabricación de los
géneros destinados a estos países. Ahora los trajes que se ven, siendo más
elegantes porque son más sencillos, tienen diversidad de colores, predominando
el verde aceituna, el mamoncillo, el rojo quemado, el gris acero, el azul
Prusia y el negro mate […]
¿Habría sido Julián del Casal la misma clase de poeta romántico modernista si hubiera convivido
con las habaneras de hoy en cualquier estación del año? Como hombre
refinadísimo que fue, sabía apreciar plenamente el encanto y seducción del
erotismo, que consiste, precisamente, en insinuarlo todo sin mostrar nada.
Estoy segura de que su sensibilidad, tan amante de la belleza y lo exquisito, habría
sufrido en lo más vivo de haber tenido que pasearse entre las desnudeces que
caracterizan hoy no solo a la escasa vestimenta de las habaneras, sino a las de
todas las mujeres de occidente cuando no hay frío. No habría entendido cómo
pueden las jóvenes en La Rampa enfrentar
los congeladores vientos que suben de la costa cubiertas con abrigos, pero con
piernas y muslos completamente al aire, solo protegidas por botines en algunos
casos. ¡Y sin guantes, ese ornamento infaltable para una dama decimonónica!
¡Ojalá que el invierno se
prologara muchos meses, que el cielo permaneciera siempre nublado, que no
hubiera más astro que la luna, que no se escuchara más voz que la del viento
entre las hojas secas y que la nieve principiara a caer, colocando sus
arandelas alrededor de los troncos de los árboles, poniendo sus caperuzas sobre
montañas eternamente verdes, y empezando a extender los pliegues del sudario en
que todos nos hemos de abrigar!
Yo también quisiera que
siempre fuera invierno, y siempre fuera el tiempo en que vivió Casal,
porque me parece que cada época tiene su espíritu, y cada espíritu epocal es
propicio para determinado tipo de vida y para determinada sensibilidad. O quizá
sea al revés…, no lo sé… En todo caso es una desgracia haber nacido desfasado
de época, de sensibilidad y de espiritualidad. Sé que los habaneros sufren el
demasiado calor, la asfixiante calígine,
como se dice de un modo más elegante, de su insufriblemente largo verano, pero…
no creo que ansíen las bondades invernales cuando van, mochila al hombro y
mínima trusa bajo la ropa, rumbo a las playas
del Este.
Sé que en tiempos de Casal uno de los paseos preferidos por
los habitantes de San Cristóbal era deambular por la costa norte aún virgen, porque
todavía no se había construido el muro del Malecón, y las damas se movían con
pasitos cortos e inseguros sobre el dienteperro hincándose los pies dentro de sus
delicados chapines, y quitasol abierto para que el sol no les irritara la piel.
Los habaneros de entonces no se bañaron en el mar hasta que se habilitaron las
primeras pocetas en la calle Baños.
Hasta ese momento tenían que conformarse con contemplar el horizonte y el paso
de las velas blancas como alas de gaviota, mientras los enamorados aprovechaban
la coyuntura para alguna breve y superficial cita de amores, un discreto intercambio
de cartas, la entrega de una flor…
El primer baño se construyó en el Malecón en 1864, y Casal
murió en 1893, pero aunque los médicos de entonces ya recetaban las aguas para
alivio de la tisis, mal que aquejó al poeta desde su adolescencia y lo llevó a
la tumba, dudo mucho que se hubiera adentrado entre las olas con un traje de
baño a rayas azules y blancas, enterizo del torso hasta las rodillas, como el
que lleva el personaje del filme Muerte en Venecia, de Federico Fellini. No puedo imaginarlo
en semejante situación.
Como dije antes, cada época tiene su sensibilidad, su
espiritualidad, y la poesía del siglo XIX era, entre otras cosas, recatada,
aunque ya el marqués de Sade hubiera hecho de las suyas y los poetas malditos cruzaran líneas rojas en más de
una ocasión, pero Casal amaba demasiado “el bronce, el cristal, las porcelanas”
y la fía belleza de los inviernos, y era la suya una naturaleza contemplativa y
melancólica. No habría entendido el moderno placer de una cerveza fría mientras
el oleaje mece los cuerpos casi desnudos de los habaneros, quienes por la noche
tienen que bañarse en vinagre para aliviarse los ardores de la insolación, pues todo placer tiene su precio.
De cualquier modo, es bueno conocer cómo disfrutaban los
inviernos los capitalinos de ayer. Sobre todo si nos lo cuenta Julián del Casal
en una de esas maravillosas crónicas que nos dejó como legado. La memoria importa muchísimo; nunca se
debe perder. (Gina Picart Baluja. Imagen: red social X)
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