Entre las crónicas escritas por
Julián del Casal para La Habana Elegante
y El fígaro, entre otras importantes publicaciones
de su época[1],
hay una bastante curiosa, titulada Fuera de la ciudad el jardín.
La pieza tiene como escenario a Guanabacoa,
en el este de la capital cubana, poblado al que su autor describe, ya entonces,
como “antigua villa llena de gentes empobrecidas, de casas ruinosas y de
recuerdos históricos”.
Y no es que sea una crónica curiosa
por hablar de Guanabacoa, que en San Cristóbal de La Habana tuvo siempre mucho más protagonismo que a día de
hoy, sino porque el foco de la atención del periodista se centra en cierto lugar
paradisíaco del emporio:
“Entre el
laberinto inextricable de sus calles, tan estrechas como fatigosas de transitar,
encuentra el viajero, como valiosa joya en fétido pantano, un jardín
encantador, poco conocido, llamado Las Delicias.”
Ya había leído yo algo sobre este
sitio en mis investigaciones sobre Catalina Lasa y toda la gran leyenda urbana
que tiene como centro a esta beldad, considerada una de las tres mujeres más
bellas de Cuba. Sabía que era una granja de flores tan prestigiosa como los
jardines El Fénix, pero no tenía idea de su ubicación.
En verdad, se equivocan quienes piensan
que “el impuro amor de las ciudades”, que el poeta confesó profesar con fervor,
lo mantenía clavado en la zona entre lo que es hoy Centro Habana y La Habana
Vieja.
Nada más lejos de la realidad: Casal, como buen flanneur, se movía
mucho, caminaba, se desplazaba, y lo mismo visitaba a la familia Borrero en su
casona de Puentes Grandes, a orillas del Almendares, que aparecía en Guanabacoa
o en la estación de ferrocarriles de
Cristina, aunque no sé cuál de sus dos terminales visitaba, pues hay una en
Luyanó, y en mi ignorancia yo aseguré en un trabajo reciente sobre el poeta que
nunca había venido por estos lares donde vivo. Puede que me haya equivocado.
Casal se muestra deslumbrado por Las Delicias, y las describe así:
Todo allí denota
el aseo, el cuidado y el amor por las plantas. Alta verja de madera, pintada de
verde, rodea el terreno. Este se halla pavimentado de piedra blanca, finamente
pulida, la cual hace que el agua corra y no forme charcos. A los pocos momentos
de caer una lluvia torrencial, la dama más elegante puede recorrer el jardín
sin temor a manchar sus chapines de raso, bordados de oro. Los canteros están
hechos con rocas marinas, jaspeadas de manchas verde oscuro. Elegantes
glorietas, llenas de bancos de madera, se levantan en los ángulos convidando al
visitante a reposar. Fuentes caprichosas, formadas de caracoles, artísticamente
colocadas, lanzan al aire finos hilos de agua, cuyas gotas emperlan las hojas
de las plantas […] De toda esa masa de verduras, esmaltada de flores, emanan
aromas exquisitos que perturban los sentidos, se infiltran por los poros de la
carne e infunden sensaciones voluptuosas.
Y cuenta Casal que en aquel jardín
de ensueño florecían rosas de las cuatro
estaciones, pensamientos negros, azules y rojos, dalias aterciopeladas,
violetas exquisitas, claveles de distintos países, hortensias, crisantemos, y
asegura el cronista:
…todas estas
plantas delicadas, cuyo cultivo exige mucho tiempo, mucho arte y mucho cuidado,
embellecen el mencionado jardín, digno de figurar al lado de los más famosos de
Europa.
Casal termina su crónica floral
anunciando que el propietario de este rincón, que parece diseñado por las hadas,
piensa montar en La Habana una casa lujosa para la venta de flores de dicho
jardín.
Como la crónica fue escrita en
1890, faltaban aún ocho años para que una Catalina Lasa de 23 años contrajera
matrimonio con Pedrito Estévez Abreu, el hijo de la patriota Marta Abreu, y
tras la anulación de la unión de esta pareja ella no regresaría a Cuba, legalmente
casada con Juan de Pedro Baró, hasta 1918, cuando ya el presidente Menocal
había aprobado la Ley de Divorcio en la isla.
El famoso palacete veneciano que
Baró construyó para Catalina en 17 y Paseo se terminó a mediados de los años 20
y fue inaugurado un día en que ella cumplía años.
Como complemento de ese regalo
suntuosísimo, Baró hizo crear la célebre rosa
Catalina Lasa, de pétalos amarillos con un ligero tinte rosáceo, para
ofrecerla a su amada como prenda sublime de su amor.
Siempre se ha dicho que la rosa la
creó el célebre arquitecto paisajista francés Forestier, quien diseñó los
jardines del palacete, o que nació en los jardines El Fénix, y hasta hay quien
sostiene que la creación de la bella flor tuvo lugar en Las delicias.
Pero, según lo que cuenta Casal al
final de su crónica, es probable que haya sido en este último jardín donde tuvo
lugar la fantástica alquimia que produjo esa rosa, de acuerdo con la versión
que me dio una descendiente de Catalina.
Yo he visitado Guanabacoa pocas
veces, pero en recorridos largos, curioseando por aquí y por allá, y no
recuerdo haber visto jamás ese lugar.
¿Existe todavía, queda algo de
tanta maravilla, o también ha pasado, con sus fuentes, canteros y glorietas
mágicos que deslumbraron al poeta, a integrar el conjunto de ruinas que siempre
caracterizó y sigue caracterizando la fisonomía de Guanabacoa? Una incógnita
hermosa, sin duda, como de leyenda. (Gina Picart Baluja. Foto: Cubarte)
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