Las Crónicas habaneras del poeta y
periodista Julián del Casal resultan una excelente fuente de datos para conocer
cómo era la ciudad de su tiempo, donde él vivió, creó y amó.
Claro que Dulce María Loynaz y Renée Méndez Capote también dejaron testimonios, pero eran de una clase social
elevada, la misma a la que Casal pertenecía por su nacimiento, pues era hijo de
un hacendado dueño de ingenios, pero la familia se arruinó cuando el poeta aún
era un niño, así que su vida de adulto transcurrió no exactamente en la
miseria, pero sí en un estilo de austeridad que le daba a su mirada matices
diferentes de los de ambas escritoras.
Como ya se acercan las fechas en que
tradicionalmente occidente festeja la Navidad
y el Año Nuevo, y los cubanos
también la Nochebuena, he querido comentar la crónica que Casal dedica a estas
celebraciones y que resulta de gran interés histórico.
Católico, empieza su texto recontando la
historia del Nacimiento de Jesús, según el Nuevo Testamento, para pasar de inmediato
a describir la alegría que se apoderaba de la capital cubana:
Donde quiera que
se conmemore esta fecha, se encuentran las mismas alegrías y las mismas
diversiones. Las calles se engalanan, ya de cortinas, ya de carteles
embadurnados de colores chillones; las tiendas ostentan limpias sus ¡fachadas y
rellenos sus anaqueles de objetos deslumbradores; las campanas se echan a
vuelo, turbando con su sonido el silencio de las altas regiones, y los niños
colocan, en el alfeizar de las ventanas, a la hora de dormirse, preciosos
zapatitos que las madres se encargan de llenar de golosinas.
Se nota, por estas imágenes en movimiento,
que por aquel tiempo la influencia norteamericana no había calado entre los
habaneros, como ocurrió después de la república neocolonial, donde, a partir de
la cuarta década de su fundación, a los “preciosos zapatitos” se unió la larga
y gruesa media de Navidad donde el niño depositaba con unción “la cartica para
los Reyes Magos”, que siempre
comenzaba así:
Queridos Reyes
Magos:
Este año me he
portado muy bien y quiero que me traigan, si no es mucho pedir…
Y con letricas torpes y grandotas o
diminutas como alas de mosquito, los niños pedíamos las cosas más insólitas,
que nos interesaban mucho más que las golosinas y, en nuestra total inocencia,
creíamos que Melchor, Gaspar y Baltasar nos podían traer a lomos de sus camellos.
Yo llegué a pedir, en una ocasión, “un
castillo encantado que fuera de verdad”, y un polvo para que me hiciera
invisible y poder entrar a la casa de cierta niña de la cuadra para robarle sus
muñecas.
Cuenta Casal que los almacenes de
comestibles eran los que se veían más concurridos, pero asegura que, si se
entraba en uno de ellos, ya se habían visto todos los demás.
Otra vez Casal despliega ante nuestros
ojos, por medio de su poder para pintar con las palabras, un Árbol de Navidad
que es todavía más español que
norteamericano. Los Estados Unidos no habían ocupado aún la isla, no lo
harán hasta finales del 98, por lo que el árbol que trajeron consigo y
conocemos hoy, con bolas de cristal de colores, un trineo, renos, nieve falsa
esparcida en su base, guirnaldas de colores, estrellitas, nueces, y un enorme y
vistoso pico en su rama más alta y, sobre todo, un Santa ventrudo de casaca y
capucha rojas y botas altas, no había llegado aún a Cuba. Este árbol que
describo, y que en mi infancia llegué a ver en su versión gigante colocado a la
entrada del reparto Fontanar, proviene de la tradición celto-irlandesa, que
llegó a los Estados Unidos mientras estos eran colonias de Inglaterra. Era el Árbol de las Hadas, mientras que su
versión hispana era el Árbol de los Glotones.
Y sigue contando Casal, contagiado del
entusiasmo de las fiestas, pero siempre objetivo:
El que más se
divierte en esta noche es el pueblo bajo de la capital. Apenas ha oscurecido,
no se puede transitar a pie por las calles. Las turbas invaden las aceras,
deteniéndose absortas ante las vidrieras de los establecimientos, aglomerándose
en las esquinas, temiendo ser atropelladas por los carruajes, penetran en las
tabernas, atiborrándose de alcohol; penetran en los teatros, dispuestas a
interrumpir al actor en lo más culminante de su papel…
La expresión pueblo bajo se vuelve ambigua a partir de los años 40 del siglo XX.
En aquellos años la población acudía, sí, a contemplar la decoración navideña
de las vidrieras. Familias enteras iban en sus autos, que dejaban en alguna
avenida central, y caminaban, llevando a sus niños y maravillándose ante la
imaginación desbordada de los decoradores. A Casal le habría fascinado ver las
vidrieras de El Encanto como yo
alcancé a verlas, con trineos y renos de tamaño natural sobre un suelo cubierto
de nieve de algún material sintético, sin duda, y conduciendo el trineo tirado
por los poderosos renos astados, Papá Noel, Santa, un humano de verdad con el
traje rojo, la barba larguísima, el gorro festoneado de piel blanca y una
enorme sonrisa con la que acompañaba el movimiento de su mano al saludar a la
concurrencia.
Nunca vi borrachos perdidos por las
calles, quizá porque mi familia nunca llegó a la zona de los bares baratos del puerto, sino que
permanecía dando vueltas por el corazón comercial de Centro Habana. Parece que
en tiempos de Casal los habaneros eran todavía un poco rústicos, porque los
paseantes navideños de mis recuerdos infantiles iban de traje y corbata los
hombres, elegantísimas las mujeres, incluso con ropas modestas, y los niños
arreglados con primor, llevando a veces el abrigo de terciopelo rojo del año
anterior, cuyas sisas ya estrechas molestaban bastante a la niña que ya había
crecido unos centímetros más que las Navidades del año anterior.
En cuanto a irrumpir en los teatros para
hacer ruido y molestar, no. Mi infancia transcurrió en La Habana de las
pequeñas salitas-teatro, frecuentadas por un
público culto compuesto por unos pocos intelectuales. La gente iba a los
grandes cines con sonido estéreo y pantalla panorámica a ver los filmes de
Hollywood, con sus estrellas rutilantes y mediáticas, comía chocolatines y
otras golosinas mientras miraba la película con la mayor compostura. En esas
fechas era normal que se proyectaran de preferencia filmes de temas bíblicos,
con vírgenes, Moisés, el paso del Mar Rojo, Ben
Hur, etc., y la gente soltaba sus lagrimones en las escenas de la
Crucifixión… Sí, los habaneros nos civilizamos a paso veloz. Creo que en mi
tiempo Casal se hubiera sentido menos herido en su hiperestésica sensibilidad
de lo que se sintió en los suyos, donde siempre anduvo poseído por el malestar
que provocan la marginalidad y la falta
de sentido de lo bello, aunque sea kitch.
Es curioso cómo Casal percibía la poca fe
religiosa que anidaba en los corazones de los habaneros que asistían a la Misa del Gallo o misa de medianoche en los templos católicos, y se daba cuenta de
que les movía, más que el fervor, la curiosidad.
Yo, como todos los niños, no pasábamos más
allá de la Misa del Gallo, porque nos llevaban a dormir. No sé nada del resto
de aquellas madrugadas de los años 50, plenas también, seguramente, de jolgorio
y alegría. Solo recuerdo que el fin de año, al sonar las 12 campanadas en los
relojes de la ciudad, la gente se abrazaba, se besaba y se deseaba cosas buenas
lo mismo dentro de las casas que en las calles, se conocieran o no. Era un
espíritu especial, de todos compartido, que se extinguía el Día de Reyes y no
volvía a mostrarse hasta el próximo noviembre más o menos.
¡Qué interesante que nuestros cronistas y
escritores hayan dejado testimonio de cómo
festejábamos la Navidad en La Habana colonial, y podamos comparar el
tránsito y mutación de nuestras costumbres españolas hacia las tradiciones
puramente celtas, donde solo faltaba la celebración de Halloween o Noche de
Brujas, con sus niños disfrazados que van tocando puertas y recibiendo
golosinas en la cestica o calabaza hueca que llevan con tal fin!
Esa celebración regresa hoy a Cuba, y es
bueno, pues aunque muchos de nosotros no seamos conscientes de nuestra
genética, lo cierto es que la inmensa inmigración de gallegos y asturianos
celtíberos que tuvo lugar en la isla desde la etapa colonial, inyectó sangre
celta en nuestras venas, por lo que las tradiciones de los pueblos del norte
del mundo, mezcla de cultura celta y festivales nórdicos, con su magia, sus
hadas y pequeños gnomos y animales fantásticos, y sus calabazas talladas con
rostros que desde dentro ilumina una velita, no nos son ajenas. Todo lo que se
hace con amor, es hermoso, y Casal
lo habría disfrutado muchísimo. (Gina Picart Baluja. Imagen: Facebook)
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