La vida trágica del más grande pintor cubano de todos los tiempos

La vida trágica del más grande pintor cubano de todos los tiempos


Cuando era una estudiante de artes plásticas en la Academia de Bellas Artes San Alejandro, vacilé durante mucho tiempo para decidir quién era mi pintor cubano favorito, si Carlos Enríquez o Fidelio Ponce de León.

Hoy me parece curioso que haya oscilado yo entre dos polos tan opuestos, pues no hay nada que se parezca menos al mundo arrebatado y pleno de color del primero, que las atmósferas monocrómicas, fantasmales y siempre funerarias de Ponce, quien, hasta cuando pintaba niños, parecía atrapar sus almas más que sus cuerpos, sus astrales más que su material encarnadura.

Recuerdo que, cuando vi el primer cuadro de Ponce en el Museo Nacional de Bellas Artes exclamé, creyendo que estaba sola: “¡¡¡C…., un pintor de fantasmas!!!”, y una voz entre condescendiente y burlona replicó a mis espaldas: “No, chica, ese es Ponce!!!” Era la voz de mi amigo el pintor Arturo Cuenca, en aquella época un muchachito delgado, peludo, irreverente y ávido de pintar, como yo misma.

La vida me demostraría que no solo la estética, sino también otras cosas, tenía yo en común con Ponce, el hombre del sombrerón y la narizota de berenjena, el mejor pintor cubano de todos los tiempos, y también un miembro de la tropa siniestra a los que la suerte, en vez de una sonrisa, les obsequió siempre una mueca macabra.

Todos hemos escuchado afirmar una y mil veces que la república neocolonial cubana (1902-1958) fue un tiempo especialmente duro para los artistas, pero, cuando se estudian las vidas de los creadores cubanos de ese período, se constata una vez más que la fortuna individual no es una entelequia, sino algo muy real, y que, aunque exista el destino, no es menos cierto que existe, también, la posibilidad de elegirlo. Entre Menocal, Romañach y Valderrama, y Carlos Enrique o Ponce, se yergue no una diferencia de talento, que estaba más concentrado del lado de los dos últimos, sin duda alguna, ni tampoco, en última instancia, una diferencia de karma, sino una disimilitud de elección: mientras los tres primeros, afortunados pintores académicos, reconocidos como figuras importantes dentro del arte cubano y con vidas personales aseguradas y a buen recaudo de la desgracia, gozaron de todos los privilegios a que un artista podía aspirar en la época, Ponce parece haber sido un atractor de miseria, enfermedad, ruina y locura.

Se ha reprochado a Ponce no haber tenido una ideología política definida, pero incluso Nicolás Guillén, contemporáneo y coterráneo suyo, y miembro del Partido Socialista Popular, que entonces no se llamaba abiertamente Comunista solo por cuestiones de estrategia, vivió de manera muy distinta al Ponce tuberculoso y mal vestido que dependía de los escasísimos pesos que le pagaban sus opulentos mecenas criollos por cuadros que hoy valen millones y prestigian los más importantes museos del mundo.

El destino de Ponce no fue un destino, sino un error inicial con sus insoslayables consecuencias. Si bien no creó una obra cercana al panfleto ideológico, es difícil encontrar un temperamento más revolucionario que el suyo, manifiesto desde su adolescencia, cuando se matriculó en “San Alejandro” y no tardó en elegir una estética a contracorriente de la academia, a la que tanto respetaban la República y sus “clases vivas”, los grandes magnates, hacendados, terratenientes, banqueros y políticos que encrestaban la sociedad cubana de aquel tiempo.

Aunque siempre respetó a sus maestros, Ponce tuvo el valor de romper, no solo en obra, sino en palabra viva, con el legado envejecido y claustrofóbico de la pintura académica europea, y aunque sentía una admiración visceral por el Greco, como puede apreciarse al primer golpe de vista de cualquiera de sus cuadros, tuvo la suficiente originalidad y fuerza de espíritu como para asimilar y devolver absolutamente personalizado todo lo que tomó de ese pintor español.

Como también se perciben, perfectamente incorporadas en su técnica, influencias de los impresionistas franceses y del vienés Arnold Bocklin, cuyo lienzo La isla de los muertos, considerado la pintura más influyente en el arte occidental, dejó un eco sutil en la paisajística del artista cubano.

Ponce, cuya vida corre extrañamente en paralelo con la del compositor francés Erik Satie, vivió sin tener jamás un trabajo bien remunerado, pintando rótulos en comercios sin importancia a lo largo de toda Cuba, dando clases que no solía cobrar, y pintando como un poseído, tirado en el suelo de cualquier lugar, a gatas sobre sus lienzos, que embadurnaba con los dedos, la palma de las manos, una espátula, un viejo calcetín de su mísero ropero.

Pintó tan diluido en alcohol como en aguarrás; pintó, bebió, vivió para crear y para amar.

Erraba por hoteles baratos de pueblos y ciudades, sus amigos tenían que rescatarlo de los contenes, de las esquinas de soledad, abrazado a capiteles de columnas, tirado en el arroyo. Malcomía, y la tuberculosis lo persiguió casi toda la vida.

Era feo, mitómano empedernido que hablaba a todo el mundo de sus continuos viajes inexistentes, de su fama universal que nunca pudo comprobar en persona, de sus amigos importantes de otros países, a quienes nunca conoció.

Pintó para pagarse sus medicinas, pintó por un plato de lentejas, y para cobijar bajo un techo sus pulmones taladrados en una tarde de ciclón. Pero era un hombre de pensamiento, y aunque se le haya acusado de cierta cursilería —que es casi una segunda piel entre nosotros—, las innumerables frases que escribió a lo largo de su existencia en miles y miles de hojitas de papel, convencido de que, algún día, alguien las recopilaría para la posteridad, encierran una sabiduría y una lucidez, un conocimiento de la vida y, sobre todo, una tan rara y extraordinaria sensibilidad humana y estética, que han hecho de su autor no solo nuestro mejor pintor, sino una de las inteligencias más exóticas y profundas que ha dado esta isla.

¿Era Ponce un loco, esquizofrénico tal vez? Puede ser, pero más que eso, fue un alma que se inmoló temprano en el altar del arte. Ponce creía en la belleza, en lo sublime y en la gloria, tres pecados horrendos que la sociedad nunca perdona sin cobrar su libra de carne con la mayor crueldad. Y lo que es peor: Ponce estaba convencido de que el único compromiso del artista, el único que no se puede soslayar, esquivar ni posponer, es con la creación. Todo lo demás, incluida la realidad, es fantasía.

Y quienes así piensan tienen vedado entrar al ruedo de los pragmáticos, los listos, los ganadores de dinero, los que cultivan el poder. Hablador, con muchos amigos que lo querían, con “protectores”, alcohólico y animal de la noche, muy criollo en su modo de socializar, Ponce fue, en lo más íntimo, un asceta, precisamente el tipo humano que ofende con su sola presencia al tipo del gozador superficial, funestamente mayoritario en la gens pública nacional.

¿Cómo habría sido el arte de Ponce, si hubiera tenido la oportunidad de estudiar en Europa o los Estados Unidos, o en el México de Rivera y Siqueiros? ¿Acaso Ponce fue Ponce porque permaneció incorrupto gracias a su aislamiento formacional?

No se puede especular con probabilidades; hay que atender, en primera instancia y tal vez en única, al testimonio de una vida.

Uno puede preguntarse cómo habría pintado Ponce la luz cubana, si hubiera contemplado, por ejemplo, los atardeceres del Mediterráneo, pero a su genial intuición pictórica no le hizo falta ver el mundo para evadir la trampa engañosa de confundir la luz con el color, destino manifiesto de tantos y tantos pintores del trópico.

Hay un solo cuadro en la pintura cubana que instila esa intuición fulminante de la fulguración que es la luz cubana: Reembarque de Colón por Bobadilla, de Armando Menocal, pero en ese enorme lienzo el tratamiento de esa fulguración es realista, mientras que en las telas soberbiamente empastadas de Ponce lo que vemos de la luz blanca que, paradójicamente, disuelve la realidad en esta tierra para dejar ante el ojo deslumbrado tan solo su intensidad resplandeciente, no es la manifestación del detalle, sino la summa, el espíritu, el blanqueamiento radical enfrente de la pupila como única alternativa.

Me atrevo a afirmar que, como todos los verdaderos solitarios, Ponce pintaba Cristos y beatas porque su alma no hallaba plenitud en el diálogo humano, como sucede a los auténticos solitarios. Ponce resolvió a Dios en la luz y pintó la luz para sentirse menos desolado.

La sucesión de sus pinturas es como una persecución desaforada y anhelante, como la última carrera del hombre que huye de la muerte, en busca de una puerta de escape.

¿A quién quería Ponce hallar del otro lado? Tal vez al propio Ponce redimido en su angustia y en su miseria. Ponce fue un anima vagula, blandula, a quien los hombres explotaron con negligente malicia. Ponce fue un desposeído. Ponce fue un genio. (Gina Picart Baluja. Foto: Facebook)

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RSL

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