Un ventanal permite que la vista se asome al afuera, y abrace, al mismo tiempo que la yedra verdecida, una columna de fuste esbelto.
Más allá, una alta reja ondea al viento zarcillos y otras plantas fantásticas, y todo es calma y delicada intimidad… ¿Qué parece un ensueño? Pues, ambientes como esos fueron reales en la isla de Cuba, en La Habana, en lugares como Cerro y otras zonas de la capital, cuya importancia cultural no ha sido tan bien atendida como merecen, pero quedaron plasmados para siempre en los lienzos de la pintora cubana Amelia Peláez.
Porque, si René Portocarrero pintó la urbe vista desde fuera, con sus palacios, sus catedrales, sus casonas y accesorias, Amelia fue la conjuradora de los interiores citadinos. No de los fastuosos y sofisticados de los palacetes vedadenses, sino de un mundo más antiguo, más secreto, familiar y dulce, adormecido en la nostalgia del recuerdo…
Nacida en Yaguajay, Las Villas, en 1896, Amelia llevó su amor a los colores a la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, donde se convirtió en la discípula dilecta del gran pintor Leopoldo Romañach, a quien años después invitó a una velada en su casona de Estrada Palma para que él opinara sobre sus últimos cuadros. La visita no tuvo el resultado que ella hubiera deseado, porque el maestro, lacónico, solo comentó: “Yo sé que tú puedes pintar diferente”. Nunca volvieron a verse.
¿Qué había ocurrido desde que ambos dejaron de verse? Pues, siete años pasados por Amelia primero en Nueva York y después en París, donde estudió en la Ecôle Nationale Supérieure de Beaux Arts y en la Ecôle du Louvre, y se relacionó con destacadas personalidades del mundo de la plástica, entre ellas la célebre pintora, escenógrafa y decoradora rusa Alexandra Exter, quien ejerció sobre su arte una influencia definitiva. En la capital gala conoció también a Pablo Picasso, a Matisse, a Braque. A mediados de 1933 presentó una exposición en la afamada galería Zack. La muestra, integrada por figuras femeninas, paisajes y naturalezas muertas, obtuvo gran éxito. Los tiempos de la huella impresionista de San Alejandro, sin que significaran un territorio muerto en el estilo pictórico de Amelia, habían cedido espacio al cubismo y otras vanguardias que, por aquel entonces, barrían con los últimos restos del arte decimonónico en Francia, centro cultural de Europa.
Un año más tarde, Amelia regresó a La Habana, donde se instaló en la mansión familiar de la calle Estrada Palma, en La Víbora, zona con un muy interesante estilo arquitectónico alejado de Cerro en lo exterior, pero impregnado del mismo espíritu soñador, refinado e íntimo que caracterizó la vida de las clases altas habaneras en sus mansiones hechas para la blandura y el olvido del mundanal ruido. Allí instaló su taller, donde pintaría hasta su muerte, ocurrida en 1968 en La Habana que pintó y amó.
En 1935, ganó premio en el Salón Nacional y expuso, en el Lyceum, una muestra de la que formaban parte muchas de las obras realizadas en París. José María Chacón y Calvo, la más grande figura intelectual de la seudorrepública (1902'1958), escribió en el prefacio al catálogo:
“Con el arte de Amelia Peláez vivimos en un ambiente de pureza absoluta. Pintura con los colores precisos. Pintura sin mancha.”
Para Amelia el año 1936 fue fructífero, como lo serían todos los siguientes. Expuso los primeros óleos pintados tras su regreso a Cuba. De esa fecha datan sus primeros bodegones criollos con flores y frutas, de ambiente y colorido ya netamente cubanos. Tres años después pintó grandes murales para las escuelas José Miguel Gómez, de La Habana, y la Normal para Maestros de Santa Clara, y otros en los que destaca el de la Comunidad Hebrea. También participó en 1940 en la exposición El Arte en Cuba, que tuvo lugar en la Universidad de La Habana.
Al igual que Portocarrero y otros artistas de su generación, Amelia colaboró en las revistas Orígenes, Espuela de Plata y Nadie parecía, todas concebidas y dirigidas por José Lezama Lima.
El arte de Amelia se iba definiendo como una mezcla de cubismo, abstraccionismo, diseño escenográfico y otros elementos de la pintura modernista, pero solo en el aspecto formal. En la concepción de sus obras afloraba cada vez con más fuerza un estado tal vez de ensimismamiento en la domesticidad, de interiores del alma, que miraba con insistencia cada vez mayor hacia la arquitectura colonial, la vitralería, y otros componentes de un mundo que ya iba muriendo, pero en el que ella habitaba todavía, lo que no le impidió formar parte activa del panorama cultural habanero, se diría que fervorosamente.
Vale destacar que Amelia Peláez fue una figura femenina solitaria en el mosaico pictórico de su tiempo. No encontraremos otra pintora de su talla en esas décadas en que ella se formó, trabajó y triunfó. En 1943, cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) programó una exposición de pintores cubanos, integrada por unos 80 óleos, dibujos y acuarelas, entre los nombres de Fidelio Ponce, Carlos Enríquez, Mario Carreño, Cundo Bermúdez y otros varones del pincel solo aparece un nombre de mujer, el suyo. Esta exposición constituyó la primera gran muestra de arte cubano exhibida en los Estados Unidos.
En 1950, en compañía de otros artistas de la plástica entre quienes se encontraba Portocarrero, Amelia comenzó a frecuentar un modesto taller experimental de Santiago de las Vegas. Entusiasmada, ya en 1951 aplicó técnicas diversas en la ejecución de un mural para el Edificio Esso, de La Habana, al que siguió otro mural en 1953 para el Tribunal de Cuentas en La Habana, otro en 1956 para la Casa Salesiana Rosa Pérez Velasco, en Santa Clara, En 1958, ejecutó el mural ciclópeo que adorna el frontis del entonces hotel Habana Hilton, hoy Habana Libre Tryp.
Enteramente fabricado en Italia, este mural, en particular, es una muestra muy importante de una de las rutas emprendidas por Amelia en su aventura del color. Con 69 metros de largo por 10 de alto, esta naturaleza muerta monocroma, conformada por piezas azules y blancas, representa frutas autóctonas de nuestra isla y ha devenido uno de los iconos de la capital cubana.
Además de los motivos criollos e intimistas que caracterizan la pintura de Amelia, en su estilo resalta particularmente el uso de la línea negra, elemento que comparte con Portocarrero y, aunque ambos hacen manejos muy personales y diferentes del recurso, los dos lo emplean para separar planos de color. En el caso de Amelia, en sus naturalezas muertas ella lo usa fundamentalmente para la herrería -el mediopunto y la luceta-, como trazo delimitador de lo que serían en la realidad piezas de vidrio de colores vivísimos, como en los virales físicos, y aunque esta apreciación es mía, pienso que las líneas negras de Amelia son el trasunto, en muchos de sus óleos, del entramado de metal que une las piezas del emplomado en la técnica vitralera. El empleo de estas líneas gruesas de pigmento realza el brillo intenso de los colores planos y primarios que distinguen su pintura.
Como ocurre con todo artista fecundo y de larga vida, establecer una línea de tiempo como soporte de la enumeración prolija de su producción, resultaría monótono y no tendría ninguna función en un artículo como este, que no se propone ir más allá de ofrecer una mirada a su vida y su obra. Para encontrar esta pormenorización habría que acudir a textos especializados y a catálogos de exposiciones nacionales e internacionales. Lo que a mí me resulta más llamativo en la obra de Amelia Peláez no es su indiscutida maestría plástica, sino, y, sobre todo, el hecho de que siendo una artista que, como le dijo su maestro Romañach, podía pintar de otra manera, se conformó con un espectro temático bastante limitado en comparación, por ejemplo, con el propio Portocarrero, quien me parece el creador que más tiene en común con Amelia. Sobre su tendencia al abstraccionismo de las formas, ella expresó, acercándose mucho en ello al pensamiento del impresionismo:
No me interesa copiar el objeto. A veces me pregunto para qué pintar naranjas de un verismo exterior. Lo que importa es la realización del motivo, con nuestra personalidad, y el poder que tiene el artista de organizar sus emociones. Esa es la razón por la cual rompí deliberadamente con las apariencias. Una de las grandes adquisiciones de los artistas de hoy es haber encontrado la expresión por el color. Siempre he tratado de captar la luz de Cuba, y en el trópico, lo cubano.
También con Portocarrero y otros pintores comparte Amelia su interés por la arquitectura colonial, y muchas obras suyas así lo demuestran, y el hecho de que en el plano temático su pintura sea tan limitada y pudiera decirse que hasta monótona, pobre, pone de relieve un fenómeno que, junto con su estilo personalísimo de pintar, la singulariza en la nómina de la plástica cubana de todos los tiempos.
Hay quien ha dicho que su apego fuera de toda duda a los ámbitos más recoletos de la intimidad doméstica, a los espacios por definición femeninos, podría tener alguna relación con el hecho de que Amelia Peláez y Del Casal era sobrina del poeta Julián del Casal, uno de los fundadores del movimiento modernista latinoamericano. Sin intención de cuestionar esta afirmación, yo no encuentro conexión entre los mundos interiores de ambos. Por el contrario, mientras Julián, con su espíritu perpetuamente agitado por lo inalcanzable y su cuerpo enfermo clavado en un minúsculo entramado de callejuelas citadinas, vivió soñando con el exotismo de perturbadoras lejanías, con mujeres extrañas y enjoyadas de belleza perversa, con pasiones latentes del inframundo más oscuro y con la muerte, su sobrina viajó sin restricciones emocionales y vivió en la capital que constituyó la ambición más secreta de Julián del Casal y su más terrible frustración, y que por miedo a confrontar la realidad nunca se atrevió a pisar. Mientras Julián fue depresivo y lóbrego, el arte de Amelia parece un himno a la vida simple y a la naturaleza en su estado más prístino. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: red social X)
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