Las damas y los caballeros de
La Habana del siglo XIX deslumbraban
con sus encajes y sedas, como parte de una elegancia que comenzaba en lo más
íntimo: la ropa interior.
Respondían a un universo de
tejidos, modas y códigos sociales que reflejaban no solo el clima tropical,
sino también las jerarquías de una sociedad dividida entre criollos, españoles y esclavos.
En una época en la cual la
apariencia era sinónimo de estatus, las mujeres de la oligarquía criolla
llevaban hasta 12 capas de ropa, incluidas prendas íntimas que combinaban funcionalidad
y opresión.
Las camisas de dormir eran de
lino o algodón fino, con bordados en los puños y cuellos, y se llevaban como
primera capa bajo el corsé.
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Foto: tomada de Internet. |
Las infaltables enaguas y polisones, que creaban la ilusión de la mujer como salida de una esfera mágica, eran armazones de ballenas o crinolinas (llamadas malakov en Cuba), que daban volumen a las faldas, y se forraban con telas transpirables para atenuar el calor.
Las medias eran de seda y se
sujetaban a la pierna de la señora con ligas decorativas, un detalle que solo
veían las esclavas vestidoras, las parientas y amigas cercanas o los esposos.
Los inventarios de la época
revelan que las damas adineradas encargaban ropa interior a Europa, mientras
las mestizas y libertas improvisaban con telas locales, como el yarey (fibra de
palma), aunque las esclavas, por extraño que pueda sonar, muchas veces se
beneficiaban con obsequios hechos por sus amas, no solo de trajes que ya no
deseaban lucir más, sino de joyas,
calzado y ropa interior muy fina, que ya las aburrían.
Han quedado como testimonio
para la historia imágenes de esclavas domésticas paseándose por el arrabal,
adornadas con gargantillas de oro o plata y coral de un rojo sangre. Algunas se
han conservado hasta hoy en cofres de abuelas.
Los varones elegantes de las
clases altas, atrapados entre la moda europea y el clima caribeño, adoptaron
soluciones ingeniosas. Así surgieron marcas como Union suits, prendas de una
pieza en lino o algodón, importadas de
Inglaterra, que cubrían desde el cuello hasta los tobillos.
Debido a los rigores de
nuestro clima tropical y al tejido de paño habitual en los trajes, debían ser
lavadas diariamente por esclavos o criados domésticos.
Los calzoncillos largos, que
aún nos hacen reír en ilustraciones de época, eran de lana (en invierno) y de
algodón (en verano), sujetos al torso por tirantes de seda.
Por último, no podían faltar
los pañuelos de bolsillo, Imprescindibles para enjugar el sudor en un medio
social donde se consideraba vulgar oler como un trabajador.
Los caballeros cambiaban de
ropa interior hasta tres veces al día en verano, siguiendo los manuales victorianos de
etiqueta adaptados a Cuba.
Para esclavos, trabajadores y
gente de los barrios pobres, la ropa interior fina era un lujo que no podían
permitirse. Los hombres usaban calzoncillos de manta gruesa, a veces sin más
capas, mientras que las mujeres llevaban bajo la falda enaguas simples de tela
burda, y no usaban corsés, aunque sí fajas para soportar jornadas extenuantes.
Las crónicas de la época
mencionan que muchos esclavos improvisaban con sacos de harina o retazos, una
muestra más de las desigualdades del sistema colonial. Esto ocurrió, sobre
todo, en una época difícil para la sacarocracia, en la que no podían cumplir
con el compromiso de entregar a sus dotaciones de esclavos dos mudas de ropa al año, y muchos de estos llegaron a la difícil situación de tener
que andar semidesnudos.
En recintos como el Palacio de los Capitanes Generales (hoy
Museo de la Ciudad), considerado el memorial de la principal urbe cubana, se
conservan ejemplos de esas prendas, testigos mudos de una era en la cual hasta la
mayor intimidad estaba dictada por el poder y el clima.
Como escribió un viajero
francés en 1830:
“En La Habana, hasta el lino que no se
ve huele a caña de azúcar y ambición.”
Hoy nos reímos, al pensar en la comicidad de una escena en la cual estuviéramos en situación romántica con una pareja y tuviéramos que desvestirnos de lujosas galas para quedar ante sus ojos enamorados con tales prendas que ahora nos parecen ridículas. Pero, si pensamos en cómo crecía exponencialmente la población habanera y con qué rapidez, nos damos cuenta de que para ellos y ellas tal visión resultaba sumamente erótica.
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FNY