En las calles empedradas de La Habana colonial, entre los balcones de hierro forjado y los patios sombreados, las mascotas, más que animales de compañía, eran testigos silenciosos de la vida cotidiana en una ciudad que bullía entre el esplendor y la austeridad.
Desde los perros
guardianes de las casonas aristocráticas hasta los gatos cazadores de almacenes
portuarios, estos animales ocupaban un lugar singular en la sociedad de los
siglos XVIII y XIX.
A diferencia de
las metrópolis europeas, donde las mascotas eran símbolos de estatus, en La Habana su rol era práctico y afectivo.
Crónicas de la
época revelan que, mientras los burgueses importaban razas exóticas, como
caniches franceses, el pueblo criollo prefería perros mestizos, resistentes al
clima tropical.
Los gatos, por su
parte, eran aliados de inmenso valor contra los roedores en almacenes, bodegas
y tabaquerías.
En las casas de
vecinos, era común ver gallinas y perros compartiendo patios, mientras los
gatos merodeaban por los tejados.
Los documentos
del Archivo Nacional de Cuba
registran disputas legales por mascotas: en 1792, un comerciante español
demandó a un vecino porque su perro mató a un pato de corral. El fallo obligó
al dueño del can a indemnizar al perjudicado, con medio peso de plata.
Los animales
también acompañaban a sus amos en espacios públicos. El historiador Eusebio Leal (1942-2020) documentó que,
en el Paseo del Prado, las damas paseaban con pequeños perros falderos,
imitando la moda de Madrid y París. Mientras, en los muelles, los perros callejeros
—llamados "perros de solar"— merodeaban y sobrevivían gracias a los
pescadores, quienes les arrojaban restos de la jornada.
Un caso curioso
fue el del gobernador Miguel Tacón
(1834-1838), conocido por odiar a los gatos. Ordenó su exterminio en zonas
oficiales, provocando una plaga de ratas que dañó almacenes de tabaco. La
medida fue revocada tras protestas de los comerciantes.
Tacón no fue en
su momento más que el exponente de un pensamiento retorcido, pero por desgracia
muy extendido no solo en Cuba, sino también en otras partes del mundo, donde
cada cierto tiempo, como si se abrieran y cerraran ciclos de odio irracional,
los perpetradores de masacres de perros y gatos en números millonarios alegan
la pertinaz obsesión de embellecer el entorno de las urbes, o eliminar
supuestas peligrosas infestaciones de enfermedades que pasarían de perros y
gatos a humanos.
La realidad es
que estos infelices animales son víctima de ratas, cerdos, murciélagos e
insectos que actúan como los verdaderos vectores contaminantes, siempre por
culpa de la irresponsabilidad de sus dueños o por encontrarse en penosísima
situación de calle.
Las mascotas
reflejaban las divisiones sociales. Las familias adineradas llevaban a sus
perros al Jardín Botánico citadino, donde paseaban entre palmas reales. En contraste, los animales de los
esclavos —como los perros de las dotaciones de cafetales— eran herramientas de
trabajo: vigilaban plantaciones y alertaban sobre intrusos. A menudo, eran
golpeados con látigos y fustas por los feroces capataces, e incluso por los
mismos esclavos.
La religión
también jugaba un rol. Los católicos,
impregnados aún por creencias traídas de España y otras partes de Europa,
estaban convencidos de que un gato negro albergaba el espíritu del familiar de
una bruja, y si alguna pobre anciana deambulaba, sucia y menesterosa, por
calles poco transitadas o en las afueras de los poblados, a horas avanzadas de
la noche y en compañía de un gatico negro, la fama de bruja caía de inmediato
sobre ella, atormentando para siempre sus miserables días.
Los santeros
asociaban a los gatos negros con deidades como Oyá, y se creía que ahuyentaban
malos espíritus. En las cocinas de las casas, era tradición dejar comida a los
gatos para “proteger el fogón”.
Algunas razas
autóctonas, como el perro jíbaro (mestizo de gran resistencia), surgieron en
esta época. Hoy, hay quien asegura que sus descendientes aún deambulan por La Habana Vieja. En el Museo de la Ciudad, un óleo de 1850 muestra a un niño
criollo que juega con un perro de manchas, similar a los que hoy se ven en
plazas como San Francisco de Asís.
La próxima vez
que visite La Habana colonial,
observe los detalles: en los adoquines gastados por el tiempo, quizá encuentre
las huellas de aquellas mascotas que, siglos atrás, fueron parte esencial de la
vida en la ciudad.
Las mascotas de
los habaneros coloniales más desfavorecidos por la fortuna no tenían collares
de lujo, pero dejaron una marca en la identidad de la ciudad.
Eran reflejo de
un mestizaje no solo humano, sino animal: supervivientes, compañeras y, a
veces, protagonistas de historias que hoy solo imaginamos entre los muros
descascarados de una Habana que resiste, como ellos, al paso del tiempo. (Gina
Picart Baluja. Foto: Tribuna de La Habana/Facebook)
ARTÍCULO RELACIONADO
Los gatos, enigmáticos inseparables de la vida humana
FNY