El Cabildo y su papel en la villa de San Cristóbal de La Habana

El Cabildo y su papel en la villa de San Cristóbal de La Habana


En la época colonial, La Habana no solo constituía el puerto más importante del Caribe, porque era escala obligada de la Flota de Indias y el lugar por dónde se movía todo el mercado azucarero del occidente de la isla, sino también una ciudad donde el orden social, económico y político dependía de una institución central: el Cabildo.

Este organismo, heredero de las tradiciones municipales españolas, fue el encargado de regular desde la limpieza de las calles hasta el precio del pan, dejando una huella imborrable en la vida cotidiana de los habaneros.

El Cabildo, compuesto por alcaldes, regidores y otros funcionarios, ejercía funciones similares a las de un ayuntamiento moderno, pero con amplios poderes en una sociedad estratificada. Velaba por el cumplimiento de las leyes dictadas para Cuba por la Corona española, mediaba en conflictos vecinales y supervisaba el abasto de alimentos. Además, intervenía en asuntos tan diversos como la regulación de festejos públicos, la construcción de edificios o el control de la moralidad, reflejando los valores de la autoridad real de España.

Uno de sus roles más criticados era su vinculación con el sistema de castas: vigilaba que mestizos, negros libres y esclavos no transgredieran las normas que los marginaban, como usar ropa "reservada" para blancos o reunirse de noche sin permiso.

La Habana, como enclave comercial, requería un férreo control económico. El Cabildo fijaba precios para productos esenciales -como la carne o el pan- para evitar especulación, y otorgaba licencias a tabaquerías y pulperías. También gestionaba el abasto de agua -un bien escaso- mediante los llamados aguadores, y supervisaba el mantenimiento de calles y plazas, aunque las quejas por su mala conservación eran frecuentes y La Habana era, en realidad, una ciudad sucia, como casi todos los puertos de mar.

En el ámbito urbano, aprobaba obras públicas, como la construcción de la Muralla de La Habana en el siglo XVII, y regulaba el trazado de la ciudad, prohibiendo, por ejemplo, que las viviendas obstruyeran el paso en las angostas calles coloniales.

Aunque los casos graves los resolvía la Audiencia, el Cabildo actuaba como juez en pleitos menores, imponiendo multas o penas de cárcel. Además, coordinaba con la Iglesia para asegurar que la población cumpliera con los ritos católicos, desde misas hasta procesiones. La Inquisición, aunque menos activa en Cuba que en otras colonias, contaba con el apoyo del Cabildo para perseguir "desviaciones" religiosas.

El Cabildo no solo fue un instrumento de control, sino también un espacio donde criollos y peninsulares pugnaban por influencia. Con el tiempo, las tensiones entre ambos grupos debilitarían su autoridad, anticipando los conflictos que llevarían a las luchas independentistas.

Hoy, aunque su estructura ha desaparecido, su influencia persiste en el carácter centralizado de la administración cubana y en el mestizaje cultural que, pese a sus rigideces, terminó definiendo a La Habana. Una ciudad que, entre ordenanzas y contradicciones, aprendió a florecer bajo la sombra del Cabildo colonial.

Pero el Cabildo no solo era el centro del poder municipal, sino también un vigilante incansable de la moral pública y la economía. Dos ejemplos concretos revelan su alcance: la estricta regulación de la prostitución y su férreo control sobre el mercado azucarero, vital para la Corona.

En una ciudad portuaria como La Habana, la prostitución era tolerada, pero… severamente controlada. El Cabildo emitía ordenanzas para confinar esta actividad a zonas específicas, como los arrabales extramuros, lejos de iglesias y plazas principales. Las mujeres dedicadas al "oficio más antiguo de la humanidad" debían registrarse y pagar impuestos, y se les prohibía vestir sedas o joyas -privilegio de las damas "honradas"- para evitar confusiones sociales.

Un caso emblemático ocurrió en 1765, cuando el Cabildo ordenó el cierre de varias casas de mancebía (burdeles) cerca del Convento de San Francisco, tras quejas de los frailes sobre "escándalos nocturnos". Las infractoras eran multadas o enviadas a la Casa de Recogidas, un reformatorio para mujeres "de mala vida". Sin embargo, la hipocresía era evidente: mientras se perseguía a las prostitutas pobres, los burdeles clandestinos de élite, frecuentados por funcionarios, rara vez eran molestados.

El azúcar era el "oro blanco" de Cuba, y el Cabildo vigilaba su comercio en el puerto con mano férrea. Para evitar el contrabando -que privaba a la Corona de impuestos-, los regidores inspeccionaban barcos, almacenes y pesas. En 1740, por ejemplo, se multó a varios comerciantes por adulterar sacos de azúcar con arena, una práctica común para aumentar el peso.

Además, el Cabildo fijaba los precios de exportación y asignaba espacios en el Almacén de la Aduana, donde se subastaba el producto. Los cosecheros criollos denunciaban que los regidores, a menudo vinculados a comerciantes peninsulares, favorecían a estos últimos. Esta tensión explotó en 1790, cuando el Cabildo aumentó arbitrariamente los impuestos a los ingenios, provocando un motín de hacendados en la Plaza de Armas.

El Cabildo no fue un mero espectador: moldeaba la vida habanera con pragmatismo, combinando intereses económicos y moralina. Dejó de existir oficialmente en 1865, cuando fue sustituido por los Ayuntamientos bajo las reformas administrativas del gobierno colonial español. Pero, aunque desapareció como institución, su estructura jerárquica y su espíritu centralista sobrevivieron en la burocracia cubana de la república. De hecho, hasta el edificio que fue su sede (hoy Museo de la Ciudad) quedó como testigo mudo de esa época.

Su legado, entre la opresión y la organización, sigue vivo en el casco histórico de La Habana, donde sus antiguas ordenanzas aún resuenan en calles que fueron testigos de azúcar, vicios y poder. (Gina Picart Baluja. Foto: Juventud Rebelde)

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FNY

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