Siempre creí que los primeros en mudarse al monte Vedado, tras el fin de la Guerra del 95 en Cuba, habían sido mambises (combatientes contra el colonialismo español) de la alta oficialidad del Ejército Libertador.
Sin embargo, mientras
buscaba información para escribir este trabajo, descubrí que estaba equivocada,
porque los primeros no fueron varones, sino señoras.
En 1902, mientras
hombres firmaban la Constitución en el Capitolio
de La Habana, Ana Betancourt de Mora compraba el solar #14 de la calle
Línea, con los tres mil pesos que le dieron por la muerte de su esposo en la
guerra.
Rosa Collazo,
viuda de un coronel mambí, compró cinco solares en 1903 y los vendió por partes
con una cláusula: "Solo para familias cubanas".
Carmen Mendive
usó sus dos mil 500 pesos para financiar la construcción de tres casas de
alquiler en la calle G, las cuales ocuparon viudas más pobres que ella.
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El Vedado, en sus etapas iniciales. Collage de fotos: tomado de Radio Habana Cuba. |
De 1898 a 1915, casi 50 viudas de veteranos adquirieron terrenos en El Vedado, entonces un descampado repleto de buganvilias y arena. Estas mujeres —vestidas de negro hasta los tobillos— se convirtieron en las arquitectas invisibles del barrio más elegante de La Habana.
Ellas usaron sus
indemnizaciones no para llorar, sino para negociar con bancos norteamericanos,
desafiar leyes de propiedad y plantar las raíces de la bella barriada
capitalina.
Muchas firmaban
como “Viuda de (apellido del marido)” para evitar pleitos.
En 1907, crearon
el Fondo de Huérfanas de la Patria,
una cooperativa que prestaba dinero al cuatro por ciento de interés.
El famoso Palacio
de las Viudas debe su nombre a que cuatro de ellas
compraron el terreno juntas y dividieron la construcción con paredes rosadas,
color del luto permitido en segundo año de viudez.
Las casas de
viudas tenían sus características: ventanas más altas -para mirar sin ser
vistas- y portones con mirillas. En los jardines de las quintas de Paseo, se
conservan ceibas plantadas por ellas: “Árboles que crecen con el alma de
nuestros muertos”, escribió en su diario la patriota Ana Betancourt en 1904.
Las rejas de flores de hierro en la calle 17 las encargaron viudas para que “los
muertos treparan a visitarlas”.
Amalia Simoni, viuda de Ignacio
Agramonte, mandó a esculpir un mascarón de piedra con su rostro en la
fachada de su casa. Los vecinos decían que “lloraba” cuando pasaba Esteban
Huet, el español que compró la finca de su familia en Camagüey. Esa leyenda
urbana nació, al parecer, en 1930.
En 1912, el
Parque de la Fraternidad tuvo un banco con la inscripción “Aquí descansan las
que no tuvieron descanso”. Lo quitaron en 1921 porque “afectaba el turismo”.
El edificio de
Seguros La Alianza, ubicado en Línea y 12, fue el primer terreno comprado por
una viuda, la señora Mercedes Matamoros. Ocurrió en1901.
En 1958, al
demoler una casa en la calle 21, encontraron dentro de una pared 47 monedas de plata españolas
perforadas —las que nuestras mambisas llevaban cosidas en sus vestidos durante
la guerra. El maestro de obras las tiró a un saco de cemento.
En una de las
fuentes consultadas para este trabajo se asegura que en la base de una palma
que agita su penacho en la calle 15, hay una placa clandestina que reza: “Ellas
no heredaron lágrimas: heredaron calles enteras". No lo afirmo, porque
nunca la he visto. Sí debo decir que estas viudas, cuyo dolor todos los cubanos
respetamos, fueron, a pesar de sus afectos perdidos, muy afortunadas. (Gina
Picart Baluja. Foto: Ecured)
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