La Habana, 1555. Una ciudad aún joven, apenas con tres décadas de existencia formal, se alzaba como un puerto estratégico en el Caribe.
Su Cabildo, órgano de Gobierno local, guardaba los
primeros registros de vida institucional: actas, acuerdos, censos, licencias y
los trazos iniciales de una identidad urbana. Pero todo eso ardió en una sola
noche.
El responsable: Jacques de Sores, corsario francés al
servicio de intereses privados y enemigos del imperio español.
Su ataque no fue solo una incursión pirata, sino una
operación quirúrgica contra el corazón administrativo de la villa. La Habana no
tenía aún murallas ni fortalezas suficientes. Su defensa era rudimentaria, y su
riqueza, demasiado visible.
De Sores desembarcó con una flota bien armada. La
resistencia fue mínima. En cuestión de horas, la ciudad fue tomada. Las casas
fueron saqueadas; las iglesias, profanadas, y el Cabildo, incendiado. No
por accidente, sino por intención.
El fuego consumió los archivos que documentaban los primeros
pasos de la ciudad: títulos de propiedad, registros de esclavos, acuerdos de
comercio y las actas fundacionales.
La pérdida fue más que documental. Fue simbólica. La
Habana quedó sin memoria escrita. Lo que se sabía de sus primeros años pasó a
depender de relatos orales, reconstrucciones parciales y documentos externos.
El ataque de De Sores dejó una herida profunda: la ciudad tuvo que reinventarse
sin sus papeles.
La Corona reaccionó con lentitud. Fue solo después del
saqueo que se aceleró la construcción del Castillo de la Real Fuerza, la
primera gran fortaleza de piedra en América. Pero el daño ya estaba hecho. La
Habana había sido vulnerada, y su historia, borrada en parte.
Los historiadores coloniales lamentan esa pérdida, como una
de las más graves del Caribe hispano. No hay actas del primer Cabildo. No hay
registro del trazado original de la ciudad. No hay constancia de los primeros
acuerdos entre vecinos. Lo que se sabe, se reconstruye desde fragmentos
posteriores.
El ataque de De Sores también marcó un cambio en la
percepción imperial. La Habana dejó de ser una villa más y comenzó a ser vista
como un punto neurálgico. Su puerto era vital para la Flota de Indias. Su
posición geográfica, estratégica. Y su vulnerabilidad, inaceptable.
La ciudad se convirtió en fortaleza. Pero, el fuego de 1555
sigue ardiendo en la memoria histórica. No solo por lo que se perdió, sino también
por lo que obligó a construir: una ciudad más blindada, más controlada y más
consciente de su papel en el tablero imperial.
Hoy, cuando se camina por El Templete o se observa el escudo
de armas de La Habana, se recuerda que esta ciudad nació dos veces: una con
papeles, y otra sin ellos. La primera fue borrada por el fuego. La segunda,
escrita sobre cenizas. (Gina Picart Baluja. Foto: red social X)
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