El nacimiento del cacao en la Cuba colonial (+ fotos)

El nacimiento del cacao en la Cuba colonial


¿Qué cubano no recuerda aquellas grandes bolas “de cacao de Baracoa” que atesoraban nuestras abuelas, y con una ralladita nos preparaban una bebida deliciosa?

El cacao, originario de Mesoamérica, entró por las venas del Caribe, como parte del comercio imperial.

En Cuba, su historia es más que económica: es cultural, ritual y profundamente simbólica. No llegó como capricho, sino como legado. No fue un lujo importado, sino una costumbre que se injertó en la piel de la isla.

El primer cacao que se sembró en el país no fue para exportar, sino para consumir. Y el primer chocolate que se bebió no fue europeo, sino criollo, espeso, amargo, ceremonial.

En el siglo XVIII, Remedios se convirtió en el corazón cacaotero de Cuba. Allí, entre trapiches y cafetales, se cultivaron las primeras semillas con vocación de permanencia.

Sin embargo, el cacao no competía con el azúcar, la complementaba. Mientras la caña endulzaba el mundo, en 1827 el censo colonial registraba 60 cacaotales en la isla. De ellos, 41 estaban en Remedios, 13 en Sancti Spíritus, y apenas dos en La Habana. No eran rivales.

La capital lo consumía con fervor. En los cafés habaneros del siglo XIX, el chocolate era desayuno, consuelo y símbolo de estatus. No era solo bebida: era un ritual.

El chocolate se servía en velorios, tertulias, bautizos y conspiraciones. En las casas, esclavos especializados pilaban cacao en morteros de madera. La prensa habanera anunciaba la venta de “negros piladores de chocolate”, como si fueran artesanos de élite, auténticas joyas raras.

En 1794, un anuncio ofrecía “un negro pilador de chocolate, en 350 pesos”. En 1800, otro ofrecía “un negro de 30 años, buen pilador de chocolates, en 550 pesos”. El pilado era arte, no tarea. El chocolate no se molía, se domesticaba.

En Baracoa, extremo nororiental de Cuba, el cacao se convirtió en identidad. Allí, las “bolas de cacao” se elaboraban como base para el chorote, una bebida espesa preparada con harina de trigo.

El chocolate no era dulce, era fuerte, casi medicinal. Se usaba para tratar fiebres, para estimular el ánimo, para resistir el hambre.

En los cafetines de La Paloma, Del Comercio y La Lonja, se servía chocolate desde 1819. Era bebida de madrugadores, de poetas, de conspiradores.

En los salones republicanos del siglo XIX, el chocolate se volvió símbolo de modernidad. Para ese entonces, ya no se pilaba en casa, se compraba en tabletas.

La industria comenzó a organizarse, aunque tímidamente. En la entonces provincia de Oriente, los franceses emigrados de Haití fomentaron el cultivo junto con el café. El cacao se volvió parte del paisaje montañoso, junto al mulo, la canoa de yagua y los secaderos de gaveta.

En los pregones, el cacao se anunciaba como medicina y como placer. En los carnavales, se regalaban bombones, como símbolo de cortejo.

En la música, el chocolate se volvió metáfora de deseo, de deuda, de dulzura amarga. En la toponimia, aparecieron nombres como “El Cacao”, “La Chocolatera”, “Cacaotal”.

En la literatura, el chocolate fue consuelo de viudas y tentación de libertinos. En la cocina criolla, se mezcló con canela, clavo, leche y harina, bajo la influencia de las monjas, quienes lo preparaban así en sus conventos, como parte de sus rituales.

En las casas de comercio, se vendía en sacos de yute junto al tabaco y el azúcar. En las tertulias republicanas, se discutía sobre política, con una taza de chocolate en la mano, como frontera innegociable. En los velorios, se servía bien espeso, como consuelo para los vivos, que alternaban suspiros de dolor con vergonzantes sorbos de placer. En los bautizos, se obsequiaba a los presentes tabletas envueltas en papel dorado.

En 1860, en los cafés elegantes, se servía chocolate como desayuno de élite. En las casas, se guardaban las bolas de cacao como tesoros. Y soy testigo, pues en la mía, atreverse a tocar sin permiso una de aquellas maravillas, era pellizco seguro.

Cuando el consumo no pudo ser satisfecho por el cacao nativo, se comenzó a importar de Venezuela y México para su venta en el mercado. En las cocinas, se preparaba chorote para los niños y crema de cacao para los enfermos. En las celebraciones, se regalaban bombones, como símbolo de afecto. En las madrugadas, se bebía chocolate antes de salir al campo, y en las noches, se tomaba como digestivo.

En los cafés, se escribían cartas con una taza de chocolate en la mesa. En los burdeles, se ofrecía chocolate como parte del ritual y, como contraste macabro, en las cárceles los condenados a muerte pedían chocolate como último deseo.

En los barcos, se llevaba cacao como provisión. En las casas de comercio, se exportaba cacao como riqueza. En las novelas, se mencionaba el chocolate como símbolo de clase. En los archivos se guardaban recetas de chocolate criollo. En casas particulares, palacetes y tugurios, se guardaban con celo aquellas libretas de monja, famosas por sus recetas y que ya hoy han desaparecido de la cocina cubana.

El nacimiento del cacao en la Cuba colonial
Foto: Excelencias Cuba.

En las cartas privadas, se pedía chocolate como regalo. En los pregones, se cantaba al chocolate como consuelo, y en las fiestas tradicionales se lanzaban bombones como ofrenda.

En los salones coloniales, se ofrecía chocolate como símbolo de cortesía, y a veces hasta como cena de medianoche, acompañado de bizcochos, mientras la familia y sus amigos jugaban una partida de cartas.

Se han encontrado diarios personales donde sus dueñas anotaron recetas con cacao heredadas de abuelas esclavas. En las tertulias de la alta sociedad, era tema frecuente.

En las esquinas de La Habana, se vendía chocolate caliente en jícaras de barro. En las memorias de viajeros, se describía el chocolate cubano como “oscuro, espeso y noble…”.

Hasta en las peleas domésticas, tenía su lugar el chocolate. Se servía en lo peor de la contienda para aplacar los ánimos e invitar a la reconciliación. Por lo menos, mientras los contendientes lo bebían, tenían la boca ocupada, y después, las endorfinas ya los disuadían de llegar al reto a duelo.

¿Y qué decir de su papel protagónico en la Cuba gourmet del momento, erguido en medio de ese triángulo amoroso en el que se maridan el ron isleño y los habanos inconfundibles de Vueltabajo? (Gina Picart Baluja. Foto de portada: Prensa Latina)

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FNY

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