La Habana se transformó en una ciudad amurallada durante el siglo XVII. No por capricho, sino por necesidad.
Los ataques piratas, como el de Jacques de Sores, habían demostrado que la urbe era demasiado valiosa para estar expuesta. Así nació la muralla: un cinturón de piedra que rodeaba el núcleo urbano y lo separaba del resto del territorio.
La construcción comenzó en 1674 y se extendió por décadas. Para 1698, la muralla ya delimitaba claramente dos mundos: La Habana intramuros, protegida, ordenada, elitista; y La Habana extramuros, abierta, caótica, popular.
En intramuros, vivían los poderosos. Las familias criollas con títulos, los comerciantes ricos, los funcionarios coloniales y los religiosos. Las calles eran estrechas, pero limpias, con casas de altos techos, patios interiores y balcones de hierro forjado. La Plaza de Armas, el Palacio de los Capitanes Generales y la Catedral eran sus centros de gravedad.
Extramuros, en cambio, se extendía como un territorio de expansión y exclusión. Allí vivían los artesanos, los esclavos libres, los jornaleros, y los inmigrantes pobres. Las construcciones eran más precarias, las calles sin pavimentar y los servicios escasos. Barrios como Jesús María, Belén y San Lázaro crecieron en ese margen.
La muralla no solo dividía físicamente. Era una frontera simbólica. Para entrar a intramuros, había que pasar por puertas vigiladas. Las más famosas: la Puerta de Tierra y la Puerta de Monserrate. El tránsito estaba regulado. Las mercancías eran inspeccionadas. Y los cuerpos, también.
La Habana intramuros era el espejo del poder colonial español. Allí se decidía el destino de la isla caribeña. Allí se celebraban las procesiones, los bailes aristocráticos y las reuniones del Cabildo.
Extramuros, en cambio, era el espacio de lo popular, lo marginal, lo mestizo. Pero también era el espacio del futuro.
A medida que la ciudad crecía, los límites de la muralla se volvieron insuficientes. Las élites comenzaron a construir casas fuera del muro, buscando aire, espacio y modernidad. Así nacieron zonas como El Cerro y El Vedado.
La muralla fue demolida oficialmente en 1863. Sus piedras fueron reutilizadas para otras construcciones. Pero su huella persiste.
La Habana sigue dividida, no por muros, sino por memorias. El centro histórico conserva el trazado intramuros. Y los barrios populares aún llevan el estigma de haber nacido fuera de la protección.
Hoy, caminar por la Avenida del Puerto o por la calle Monserrate es recorrer esa frontera invisible.
La Habana es una ciudad que aprendió a vivir entre muros, pero también a derribarlos. Su historia está hecha de divisiones, pero también de mezclas.
Porque al final, entre intramuros y extramuros, lo que sobrevivió fue la ciudad misma. Con sus contrastes, sus cicatrices, y su belleza indomable. (Gina Picart Baluja. Fotos: Radio Reloj)
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