Las imprentas y papelerías de La Habana: templos del saber popular

Librería La Moderna Poesía, situada en la intersección de las calles en Obispo y Bernaza, Habana Vieja. Foto: Portal del Ciudadano de La Habana
 
Hoy, cuando se trata de publicar un libro, de inmediato se piensa en el Instituto Cubano del Libro como entidad encargada de difundir la cultura escrita e impresa a lo largo de la isla, pero el ICL es una empresa de reciente creación surgida después de 1959.

Y antes, ¿cómo se imprimían en nuestra capital libros, periódicos, partituras, revistas…? ¿Cómo se manejaba el negocio del papel, se importaba o se producía, cómo se distribuía, cómo se comercializaba?

En Cuba, el manejo del papel ha sido históricamente una mezcla de producción nacional limitada y dependencia de la importación, con variaciones según el periodo político y económico. Durante la colonia y la república, se importaban papeles finos, cartulinas, y materiales de imprenta desde Europa y Estados Unidos, lo que permitió el auge de librerías como La Moderna Poesía. Luego se fueron construyendo despulpadoras con materias primas nacionales provenientes de la industria azucarera.

Quienes frisamos ya la sexta década, recordamos La Moderna Poesía, esa especie de templo republicano del libro, el papel, y los objetos de escritorio, todo variado, refinado, con las más novedosas producciones del planeta, exquisitos libros de literatura y arte con ilustraciones perfectas, diseños ultramodernos para la época…; pinceles, paletas, lienzo, todo tipo de productos para pintar, puntos de acero de todas las medidas para los dibujos más delicados… 

Para obsequiar en su cumpleaños a mi tía preferida, mujer muy cosmopolita, mi abuela me dejó elegir un libro de arte español del Siglo de Oro y otro de arte griego clásico. Cualquier manjar del espíritu se podía encontrar en La Moderna Poesía.

Sin embargo, esa era, apenas, la joya de la corona. La Moderna Poesía ofrecía un vasto catálogo de cultura internacional, pero… ¿y los autores, dramaturgos, compositores y periodistas habaneros cómo publicaban sus obras?

En la Habana colonial y republicana, donde la palabra escrita era privilegio y peligro, las imprentas y papelerías fueron mucho más que negocios: fueron templos del saber popular. 

Desde los primeros talleres tipográficos en la calle Obispo hasta las papelerías de barrio que vendían plumas, papel secante y cuadernos escolares, estos espacios tejieron una red silenciosa de pensamiento, resistencia y memoria.

La imprenta El Iris, fundada hacia 1880, no solo imprimía libros religiosos y manuales escolares. También fue cómplice de la circulación de ideas prohibidas, panfletos clandestinos y versos que desafiaban el orden colonial. En sus prensas se mezclaban tinta y riesgo. Cada hoja impresa era una semilla de insurrección.

Las papelerías, por su parte, eran refugios de lo cotidiano. En ellas se compraban libretas para escribir cartas de amor, formularios para trámites imposibles, y papel carbón para duplicar esperanzas. 

Dulce María Loynaz Foto: https://www.uclv.edu.cu/


Eran espacios de tránsito entre lo íntimo y lo público. El niño que compraba su primer lápiz, el abogado que buscaba papel membretado, la costurera que anotaba medidas: todos pasaban por allí.

Durante la República, las imprentas se diversificaron. Algunas se especializaron en literatura, otras en propaganda política. En tiempos de censura, los tipógrafos aprendieron a esconder mensajes entre líneas, a cambiar una letra para evitar el castigo.

La papelería La Dominica, por ejemplo, era conocida por vender papel de calidad a estudiantes y periodistas, pero también por ser punto de encuentro para quienes buscaban información alternativa.

Bohemia, esa publicación icónica de la prensa cubana, tenía su propia imprenta y hacía sus propias publicaciones. Recuerdo un librito muy fino y pequeño en rústica, El bohío de Mamá Coleta”, crónica roja cuyo autor nunca he logrado recordar y que, por alguna razón, estaba en la biblioteca de mis padres.

Yo misma, a comienzos de los años 80, trabajé en la imprenta Urselia Díaz Báez, situada en Zulueta entre Corrales y Apodaca, junto al cuartel de bomberos. Era una tabaquería colonial transformada en imprenta, y allí alcancé a conocer los linotipos, aquellas máquinas estruendosas que trabajaban con tinta de plomo y largas galeradas, pero también imprimían planas; y las cajas o chibaletes, donde los cajistas mantenían en perfecto orden miles de dados de plomo con todas las letras de todos los alfabetos del planeta, y viñetas increíblemente hermosas… Allí se hacían las revistas médicas, el Anuario Martiano, libros de autores cubanos de primera línea, y unos grabados como no he vuelto a ver jamás. 

El local, de techo altísimo, era hirviente y oscuro y el aire olía a plomo, como una sucursal del infierno, y todos andábamos manchados de tinta desde los dedos hasta la raíz del cabello, pero amábamos con pasión aquel emporio de la cultura más elevada y espiritual, a pesar de su antigüedad arquitectónica y su obsolescencia técnica. Sentir, ya terminada en nuestras manos y aún olorosas y tibias sus páginas, una publicación recién terminada, era como sostener contra el pecho un pedazo de cielo.

La Habana, con su ritmo de pregones y sus calles estrechas, convirtió a estos espacios en nodos de cultura. No eran bibliotecas, pero cumplían su función. No eran escuelas, pero enseñaban. 

No eran templos, pero se les rendía culto. Ya lo creo: En mi imprenta, los linotipistas y sobre todo los cajistas con quienes trabajé, casi todos del barrio de Jesús María, eran personas más cultas que algunos intelectuales muy engolados que conozco. Los impresores de sellos eran una auténtica institución, respetadísima dentro del gremio, algo así como la aristocracia del plomo y la letra impresa.

Esos señores lo sabían todo. Cuando las imprentas se modernizaron con la digitalización, aquel mundo de tipos, viñetas y grabados fue fundido en un amasijo doliente que gritaba en silencio y lloraba con lágrimas de metal derretido la muerte de un mundo.

También recuerdo un sinnúmero de “quincallas”, mostradorcitos con un escaso local detrás, que estaban regadas por toda la capital como granos salidos de un salero. 

En mi reparto había una a media cuadra de la escuela primaria donde estudié, allí mi abuelita me llevaba varias veces a la semana a comprar libretas, cuadernos de caligrafía (con letra Palmer, para obligar a los niños a escribir con estilo), maletas escolares, libros temáticos, plastilinas, todo tipo de cajas de colores, hasta una que tenía tres pisos y yo siempre codicié, reglas, cartabones, sacapuntas, lápices de grafito, tijeritas, gomas de borrar perfumadas y con formas de animalitos, pegamento para las tareas escolares... Allí me compraron para asistir al prescolar una maletita de piel verde y asa corta, que tenía en el frente impreso un grabado a color de una escena del Oeste: un vaquero que intentaba enlazar un búfalo. Sobrevivió hasta mi entrada a la secundaria.

La niña que fui suspiraba con más ansia por aquellas visitas a la quincalla del “polaco” más que por una incursión a la bombonera de las Cuatro Esquinas de Luyanó. Puedo decir, puedo jurar que allí nació en mí el amor apasionado por las artes plásticas que, con los años, me llevó a los soportales de columnas de San Alejandro, impulsada por la ilusión de seguir pintando y convertir mis dibujitos infantiles en obras a escala de verdadero arte.

Hoy, cuando muchas de estas instalaciones han desaparecido, como mi propia imprenta y la fabulosa Moderna Poesía, cerrada no sé con qué intenciones a futuro, o se han transformado en tiendas genéricas, queda apenas la memoria de aquellas imprentas donde se imprimía el alma de la ciudad. Y de aquellas papelerías donde el papel (la cultura, la alta cultura) era más valioso que el pan y, aún a pesar de ello y al decir de la poetisa Dulce María Loynaz, “como el pan, se podía servir en todas las mesas”.

https://rciudadhabanaoficial.blogspot.com/2024/04/pinceladas-de-historia-en-habanero.html 

Por Gina Picart

SST - JCDT

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