Crónicas del abuelo: Los parados

Periodico La Lucha

Recuerdo haber oído a mi abuelo paterno, periodista de La Lucha y El País, hablar de los lugares donde solían comer los del gremio. Ya jubilado e inválido, su único placer consistía en contarme cuentos de hadas e historias de su pasado como joven corresponsal que flaneaba La Habana como Casal y el equipo de La Habana Elegante.

Le encantaba contarme sobre las fondas de chinos. Me decía abriendo mucho sus ojos azules: “Chinita, allí por una peseta te servían una completa de arroz, frijoles negros, yuca, plátanos maduros fritos, y un café”. Pero él tenía un sitio especial: Los parados.

En el corazón de la Habana republicana, a un paso del Barrio Chino y del Capitolio, existía un café que se convirtió en leyenda: Los Parados. Abrió sus puertas en 1922 y pronto se volvió punto obligado de encuentro para políticos, artistas, empresarios y, sobre todo, para los periodistas de los turnos nocturnos. 

Su nombre se debía a que no tenía sillas: se comía y se bebía de pie, apoyado en la barra, en un ir y venir constante de parroquianos que buscaban un café fuerte, un caldo caliente o un bocado rápido antes de volver a la calle. Esa peculiaridad, lejos de restarle encanto, le dio carácter y lo convirtió en símbolo de la vida bohemia habanera.

Los periodistas lo adoptaron como una extensión de la redacción. Allí, entre humo de tabaco y tazas de café, se intercambiaban noticias, rumores y confidencias. Era el lugar donde se cerraban crónicas, se afinaban titulares y se tejían amistades que sobrevivían a la madrugada.

 La cercanía con los teatros, los cabarets y las redacciones de los grandes diarios hacía de Los Parados un hervidero de voces, un espacio donde la ciudad nocturna encontraba su pulso, y una oportunidad para alzarse con el ansiado “palo periodístico”, si el plumífero era lo suficientemente ágil como para correr a su redacción antes que sus colegas llegaran a las suyas. 

El ambiente era democrático y bullicioso. Podía coincidir un senador con un reportero de sucesos, un actor de revista con un tipógrafo, un empresario con un estudiante. Todos compartían el mismo café, el mismo mostrador, la misma prisa por saciar el hambre o el sueño. El Barrio Colón, vecino del Barrio Chino, aportaba su aire cosmopolita: en las calles cercanas se mezclaban fondas chinas, bodegas españolas, bares criollos y restaurantes de lujo. Los Parados era un punto de cruce, un lugar donde la Habana mostraba su diversidad y su vitalidad.

La memoria de aquel café está hecha de anécdotas. Abuelo recordaba a los periodistas que, tras entregar la edición de la madrugada, corrían a Los Parados a comentar la noticia del día. Recordaba el café espeso que teñía de oscuro las tazas pequeñas y devolvía fuerzas a los trasnochadores. Recordaba la algarabía de las conversaciones, el tintinear de los vasos, el olor a frituras y a pan recién tostado. Era un sitio sin pretensiones, pero con un magnetismo irresistible.

Con el paso de los años, Los Parados se convirtió en un símbolo de la Habana republicana que nunca dormía. Representaba la ciudad del desvelo, del trabajo nocturno, de la bohemia y la política, de la cultura y la calle. Hoy apenas queda su recuerdo, pero evocar su nombre es traer de vuelta una Habana vibrante, donde la noche era tan intensa como el día y donde un café de pie podía ser el centro del mundo.

 El título pertenece al guión de uno de los capítulos de la serie de monográficos radiales Crónicas del abuelo, que realicé hace mucho tiempo para mi entonces emisora Radio Metropolitana. La serie obtuvo el Premio Nacional de la Radio.

Por Gina Picart 

SST 

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