La obra más mágica e inverosímil de La Habana Colonial

Acueducto de Balear
Acueducto de Balear. Foto tomada de Radio Ciudad de La Habana 

Bajo el asfalto de La Habana, entre el bullicio de los automóviles y el ir y venir de los habaneros, late una arteria silenciosa. Es una obra del siglo XIX que aún hoy, de manera callada y persistente, da de beber a la capital. 

El Acueducto de Albear no es solo una reliquia de la ingeniería; es un testigo de piedra y hierro de una época en que la ciudad se rebeló contra su propia sed.

La Habana del siglo XIX se ahogaba en su propia prosperidad. Su población crecía, pero el agua escaseaba. Los pozos eran insalubres y los viajes de aguadores con sus cubas un suplicio cotidiano. El problema del agua era la gran contradicción de una ciudad rodeada de mar.

En 1856, la Junta de Obras Públicas lanzó un concurso. Entre los proyectos presentados, uno destacó por su genialidad y ambición: el del ingeniero cubano Francisco de Albear y Lara. Su propuesta no era la más barata, pero sí la más visionaria.

Albear, con una paciencia casi geológica, diseñó un sistema que se nutriría del río Almendares, pero de una manera única. Su plan era una obra de filigrana hidráulica. Lo que él imaginó era captar los manantiales de la cuenca del río, cuyas aguas eran notablemente puras.

Estas aguas serían conducidas por gravedad a través de una red de canales, túneles y acueductos hasta los depósitos de la ciudad. Un viaje subterráneo de once kilómetros que vencería la geografía sin necesidad de costosas máquinas de vapor.

La obra comenzó en 1861 y se extendió por diecisiete años. Albear supervisó personalmente cada avance, desde la excavación de la galería de filtración en los manantiales de Vento. Cada ladrillo, cada tramo de tubería de hierro fundido, llevaba el sello de su meticulosidad.

Fue una lucha contra la naturaleza, las finanzas y el escepticismo. Pero la perseverancia del ingeniero y su equipo fue inquebrantable. El sistema, inaugurado finalmente en 1878, fue un éxito rotundo.

No solo solucionó el problema del agua, sino que lo hizo con una elegancia técnica asombrosa. La pureza del líquido que llegaba a las fuentes públicas fue celebrada como un milagro de la ciencia.

La obra fue tan perfecta que en 1885, en la Exposición Universal de París, recibió la Medalla de Oro. Fue reconocido como el mejor proyecto de su clase a nivel mundial. Un honor que colocó a la ingeniería cubana en lo más alto.

Albear, sin embargo, no vivió para ver ese último honor. Murió en 1887, dejando como legado no un simple acueducto, sino el espíritu de una ciudad que podía vencer sus limitaciones.

Hoy, más de un siglo y medio después, el Acueducto de Albear sigue en funcionamiento. Se calcula que aún aporta una parte significativa del agua que consume La Habana. Sus muros de mampostería son un museo vivo.

Un museo que no está abierto al público, pero cuyas aguas fluyen cada vez que un habanero abre un grifo. Caminar por las calles de La Habana Vieja o El Vedado es caminar sobre esta hazaña.

Es una obra que ya es paisaje, un patrimonio que se bebe. En un país de constantes carencias, la persistencia del acueducto es un recordatorio. Un recordatorio de que las soluciones bien planteadas trascienden el tiempo.

Esta es la historia de un hombre que le ganó una batalla a la sed con ingenio y perseverancia. Y cuya victoria, silenciosa y constante, aún hoy hidrata a la ciudad.

Por Gina Picart 

SST 

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